martes, 9 de agosto de 2011

El Prospector


Esta es una Historia llena de Vida. No me gustaría que nadie se echase a llorar.

¡Ay!, que no me he presentado. Mi nombre..., los que creía que eran los dioses me llamaban Jabato y, como a mí me gustaba, pues así me he quedado. Ahora que veo las cosas desde la distancia, con mucha más claridad, puedo contaros lo que pasó.

Mis trece hermanitos y yo, nos encontrábamos en el Nexo esperando a que los dioses uniesen a nuestros padres. ¡Sí!, aunque parezca extraño, mis padres no podían vivir juntos. En realidad, ninguno de nuestra especie lo podíamos o podemos hacer, pues las hembras no soportan la compañía de los machos más que el tiempo suficiente para poder ser fecundadas. El día Trece de Marzo, el dios principal lo consideró el momento oportuno y se puso inmediatamente unos guantes de cuero reforzado: soltó a mis padres sobre una superficie poco amplia, bajo la cual se encontraba un pronunciado precipicio para nuestro tamaño, y nuestra futura historia dio comienzo.

Mamá Bolita de Nieve, que así se llamaba, no aguantaba tal y como dije a Colín... (Colín es el nombre de mi papá). Mamá se revolvía contra él continuamente para morderlo, pero, con increíble rapidez, el dios principal...¡Bum!, siempre ponía su enorme guante entre ellos y así evitaba que mamá hiciese daño a papá. Finalmente, durante cerca de veinte minutos, mi mamá pasó a quedarse quietecita y papá pudo al fin juntarse con ella durante un breve instante. Luego él, que era muy aseado, se limpió con saliva restregándose el cuerpo con sus hábiles manitas para después realizar la misma operación; volviendo a la carga una y otra vez. De este modo, fue cómo mamá quedó preñada con catorce óvulos fecundados en su interior.

Mis trece hermanitos y yo, fuimos creciendo muy deprisa dentro de nuestra madre, y en muy poco tiempo, supimos los que éramos machos, seis, y las que eran hembras, el resto.

A los quince días aproximadamente, mamá parió en una estancia muy limpita y repleta de algodón y lana. No os podéis ni imaginar su gozo cuando nos tuvo a todos juntitos y calientes, en su regazo, dentro de su confortable nido. Por cierto, a mamá, en ese instante crítico, no se la podía molestar. Si los dioses lo hubieran hecho, se habría vuelto loca y nos hubiese comido.

Los de mi especie nacemos muy chiquitos, hasta tal punto que, a los cinco días del parto, tan solo pesamos cinco gramos. No obstante, nuestro crecimiento es el más veloz de todos los mamíferos.

A los ocho días del nacimiento, nos empezó a crecer una pelusilla, pues no sé si os lo he contado pero nacemos desnudos y somos de color rosita. Ahora todo lo veo claro, pero entonces no podía ya que nací ciego como el resto de los de mi especie; aunque hacíamos ímprobos esfuerzos por abrir los párpados, no podíamos pues la piel los cubría. Quizá este hecho no sea más que un sistema de defensa creado por la naturaleza para que entre tanto recién nacido gruñón, no saliésemos alguno tuerto o ciego, debido a los arañazos que nos producíamos al intentar apropiarnos de alguna tetilla donde poder mamar.

Por cierto, de vez en cuando, encontrándome desvelado, contemplaba cómo alguno de los dioses introducía con mucha cautela, para no despertar a mamá, alimentos diversos; agua, algodón y una especie de tierra con un olor muy fuerte. Los dioses la conocían como bactericida. Todavía me pregunto lo que eso podía significar. Entre tanto mamá, de vez en cuando, cambiaba su posición con el objeto de que todos tuviésemos oportunidad de comer y así poder sobrevivir. Esto es así porque ella sólo disponía de doce tetillas y creo que eso es lo habitual. Nosotros éramos catorce y, bueno, qué os voy a contar que no sepáis... Once días después del parto ya nos esforzábamos por salir aunque todavía era demasiado pronto. Al día siguiente, ya podía mover mis pequeñas orejas de un lado a otro, ya que se habían despegado del resto del cuerpo: con ellas podía escuchar los susurros del mundo que me rodeaba y si percibía algo raro, me acurrucaba (más si cabe), junto a mis hermanos y al siempre caliente cuerpo de mamá.

No obstante, siendo todavía ciego, recuerdo que mi curiosidad no tenía límites y salía repetidamente al exterior. También sé que mis hermanitos hacían lo mismo, mientras Mamá, con infinita paciencia, salía detrás de nosotros y uno a uno nos volvía a introducir en el confortable nido: nos cogía con su boca, del lomo o de donde buenamente pudiera, pero nunca nos hizo daño alguno con sus afilados incisivos. Por cierto, algunas veces éramos tan traviesos que cuando nos escapábamos íbamos unos en una dirección y otros en otra, volviendo loca a mamá tratando de atraparnos.

¡Uy!, se me olvidaba. Ya desde el principio y hasta que dejamos de tomar leche de mamá, cuando nos invadía el hambre, chillábamos como posesos tratando de encontrar sus pezones y cuando los encontrábamos nos enganchábamos a ellos como lapas. Tengo que reconocer que los de nuestra especie somos en exceso crueles entre nosotros.

Pasadas cuatro semanas del nacimiento, siendo aún demasiado chiquitos, vimos por primera vez a los dioses que venían para separarnos, a los machos, de mamá. Ésta lloró mucho y nosotros también, pero ya podíamos valernos por nosotros mismos y no hubiese sido conveniente que continuásemos con las hembras. Sin embargo, mis hermanas permanecieron durante un tiempo mayor junto a ella.

Es hora de que os cuente un secreto que sólo sé yo, ahora que me encuentro en el Nexo.

El día que Madre nos tuvo, el dios principal y su esposa salieron del mundo conocido en busca de materiales con los que confeccionar una mansión grande para mí y mis hermanos. Cuando regresó del espacio exterior, trajo consigo tela metálica y alambre inoxidable con el fin de realizar la estructura principal y otro más finito con el que coser la malla metálica a aquella.  El dios principal, ayudado por el dios chiquito, estuvo trabajando durante algunos días en su construcción. Se levantaba temprano y paraba muy poco para comer, yéndose muy tarde a descansar.

Cuando la vivienda, separada en dos compartimentos, estuvo finalizada, el dios principal nos metió a mí y a mis hermanos y hermanas junto con mamá, en uno de los departamentos y el otro lo reservaron. Papá Colín permaneció en su casita de siempre.

El suelo poseía una capa considerable de arena. En un principio nos metieron piedras para que pudiésemos jugar, pero al parecer eso no era muy práctico y desistieron. Nos las quitaron y volvieron a rellenar el suelo con ese producto bactericida.

En relación con la antigua casa de mamá, esta otra era enorme. Tenía dos pisos cuadrados y bien espaciados, y una escalera para subir a la planta superior. En ésta, había un molinillo o rueda de ejercicios así como un gracioso comedero para las pipas y el maíz. El abrevadero era el mismo que habíamos tenido en la casa de mamá. Nosotros chupábamos y el agua salía gota a gota, tan solo la que necesitábamos en cada instante. No sé si algún día comprenderé por qué era así cuando en el exterior, al otro lado del pitorro, veía un depósito repleto de agua.

Como la vivienda estaba dividida en dos compartimentos, tal y como os dije, al poco tiempo el dios principal nos separó a los hermanos en un sitio y a las hermanas en otro; ya que nuestros juegos ya no eran tan infantiles. Ciertamente, nos podíamos contemplar a través de la rejilla e incluso tocar nuestras manitas, pero era lo más que nos era permitido. Antes de haber pasado dos meses de existencia, el tiempo en que los dioses nos consideran ya adultos, mis hermanos y yo nos dábamos unas zurras de campeonato, pues aunque el edificio era enorme para uno solo de nosotros, en realidad era chiquito para el conjunto de los seis. De hecho, no sé si lo dije, somos una especie muy territorial.

Cada dos por tres, estábamos hechos unos zorros, como decían los dioses. Entonces el dios principal tomó la determinación de separarnos a los hermanos machos. Uno de mis hermanos fue a parar a manos de un dios externo muy agradable. Su casa era alta y redonda con dos pisos.  Otro de mis hermanitos fue a caer en el Mundo de un dios peluquero, amante de los de mi especie. Su casita era más pequeña, pero lo suficientemente confortable para él solito.

El tercero de mis hermanos cayó en las manos de una diosa que estaba emparentada con el dios principal. Su casa también era muy hermosa con dos pisos. Me consta que todos ellos tuvieron mucha suerte, dentro de lo que supone la falta de libertad.

En definitiva, que nos quedamos en casa del Mundo interior; Jabato, que soy yo, y mis lanudos hermanos Pelusín y Peluso. Como de los tres yo era el más fuerte, les daba unas palizas monumentales, sobre todo a Peluso, pues Pelusín me huía y con eso me bastaba para no continuar agrediéndole. Pero Peluso, pobre Peluso, ahora que lo veo desde otra perspectiva me doy cuenta de que era muy valiente, pero ni tenía mi musculatura ni el coraje que me reservó la naturaleza, por eso siempre salía magullado y lleno de heridas. En cierta ocasión le rompí una oreja.

Los dioses no paraban de regañarme, pero no les hice caso nunca ya que mi instinto me hacía ser muy celoso. Era el más sobresaliente de la camada, y sólo contemplar al otro lado de la verja a ocho hembras adultas, me sacaba de quicio. No podía permitir la existencia de un solo competidor.  

Un día, después de una buena paliza que le propiné a Peluso, el dios principal, debido a las costras que tenía, nos llevó a mí y a mis dos hermanos a un dios sanador para que nos curase las heridas. El dios principal consultó con otros dioses con el fin de darnos la libertad en un parque, pero esto fue descartado ya que otros seres voraces nos habrían devorado. No estábamos preparados para vivir en el Mundo exterior. La desesperación de los dioses crecía pues no sabían qué hacer con nosotros. No era posible que cada uno de nosotros tuviésemos nuestra casita, ya que seguíamos siendo muchos.

El dios principal cogió a mis hermanitos heridos y les untó en sus heridas un líquido milagroso de color marrón, pero las guerras y las heridas se sucedían sin un fin que se apreciara cercano.

En esos días, yo ya estaba aislado del resto de mis hermanos en la casita enfermería. Esta era muy pequeña y sin molinillo con el que poder hacer ejercicio. Mi hermano Peluso fue introducido, de forma provisional, en un pozo alto de color verde.

Los dioses se dieron cuenta que mi hermanito allí no se encontraba bien y lo trasladaron a la casita enfermería. A mí me trasladaron junto a Pelusín, pero él me huía y yo no le hacía nada.

Poco duró ese diminuto paraíso, ya que cuando Peluso se recuperó, lo regresaron a su lugar con Pelusín. A mí me encerrarían, de por vida, en la prisión enfermería. Esta era chiquita y un poco alargada; sus paredes eran blancas, flexibles y opacas. El techo no estaba muy elevado, pero se encontraba cubierto con una rejilla metálica.

En unas cuantas ocasiones me dejaron contemplar el mundo obscuro del interior. Me soltaron, sin dejar de vigilarme. Corría todo lo que podía. Nunca había sentido nada igual. Era libre, libre, libre. Eso era lo que yo siempre había deseado y nunca había podido experimentar hasta ahora. Esa sensación debía de ser a la que los dioses conocían como libertad. Desde ese breve instante, yo sólo viví para conseguir la libertad definitiva. Deseaba conocer, con detenimiento, el Mundo.

Intenté por todos los medios conseguir mi objetivo. Con mis incisivos intenté realizar un hueco en el material flexible del que estaba compuesta mi prisión.

Mi único deseo en la vida ahora se traducía en ser libre. Volver a corretear y buscarme el sustento por mí mismo. Quería conocer hembras libres con las que poder jugar y hermanos libres con los que poderme zurrar. Iluso de mí, pronto comprendí que había emprendido una tarea imposible ya que no era capaz de encontrar un pequeño borde por el que empezar a roer.  Cuando algún dios pasaba la mano sobre la tela metálica, yo intentaba morderlo.

En eso me había convertido. En un ser acorralado y agresivo. Necesitaba hacerles ver a los dioses que yo era algo más que lo que me consideraban. Mi lugar no estaba allí, encerrado en una prisión de por vida. Con el fin de poder contemplar el mundo exterior, me incorporaba sobre mis patas traseras, y como consecuencia mi inteligencia se afinó. Este hecho se fue convirtiendo en algo habitual ya que el Mundo se encontraba justo sobre mí.

Un día el dios principal me cambió el agua y volvió a cerrar el techo, como de costumbre, pero no cayó en la cuenta de cerciorarse que la malla metálica hiciese un buen contacto con el resto de la estructura. Esa fue mi oportunidad soñada.

El día 20 de julio, cuando contaba con cuatro meses de edad, encontré el medio de poder hincar mis dientes y empezar a roer. Solo fue cuestión de tiempo. La libertad me esperaba impaciente al otro lado de mi prisión. Durante mi arduo trabajo, mi mente empezó a realizarse múltiples preguntas que ahora hablando con vosotros comprendo.

¿Quién era yo?, ¿por qué nací prisionero?, ¿eran buenos o malos mis amos?, ¿sabían o no sabían lo que hacían? Si hubiesen sido malos yo no viviría;me habrían comido o me hubiesen dejado en manos de las fieras para servirles de alimento. Recordé cómo en cierta ocasión mis dioses llamaron a un lugar del exterior para ver si nos querían ,¿cómo se llamaba?..., ah, sí Aquarium de Madrid.

Los dioses de aquel lugar dijeron al dios principal que nos llevaran allí ya que ellos podían darnos buena utilidad. Si el Amo nos hubiese trasladado al aquarium, nos hubiesen entregado como alimento a serpientes, boas y pitones, además, si fuesen malos, no nos acariciarían como lo hacían, suavemente y procurando no hacernos daño. Pero ¿por qué no nos dejaban correr por el mundo en libertad?, ¿por qué?

Esas eran mis preguntas, pero yo no cejaba en mi trabajo de roer. Al otro lado se encontraba la libertad. De forma inexorable, mis dientes conseguían el objetivo propuesto por mi pequeña mente. Después de algunas horas de oscuridad, el butrón llegó a ser lo suficientemente grande y pude sacar mi cabeza primero y mi cuerpo después. Intenté asirme en algún lugar, pero el precipicio fue lo único que encontró mi pequeño cuerpo. Fue un pequeño golpe y me encontré en una terraza cuya puerta al mundo interior se encontraba cerrada. Tras una verja se hallaba un inmenso abismo que pude atisbar con mis pequeños ojos. Yo me sabía valeroso y fuerte. No debía de tener miedo. De hecho no lo tuve y me lancé a la obscuridad de un precipicio desconocido.

Todos mis congéneres no dejaban de llamarme: «Jabato, ven a por nosotros y danos la libertad». El murmullo del viento se mezclaba con sus voces mientras yo seguía cayendo hacia lo desconocido y sin poder hacer nada más que revolverme en un vacío desprovisto de cualquier tipo de soporte donde agarrarme. La libertad me encontró de forma brutal. Nuestro abrazo fue mortal. El duro pavimento recibió mi cuerpo y la vida se me escapó. Intenté incorporarme pero no pude. Debía levantarme y llamar con sonidos sordos al dios principal. Ahora entendía lo que era la libertad. Era demasiado tarde, mi Vida se escapaba del cuerpo y...
Pronto amaneció y contemplé con los ojos del espíritu cómo florecía el día. La belleza era inmensa. Jamás había visto algo semejante. Cuando los dioses despertaron me estuvieron buscando, pero lo único que pudieron encontrar fue el cuerpo sin vida de un pequeño roedor. A mí me perdieron para siempre pues yo era un hámster que ahora vivía en otro lugar. Un lugar llamado Libertad.

Los que creía que eran dioses enterraron el cuerpo inerme al pie de un árbol en las cercanías del zoológico de Madrid. Una vez realizado el acto ritual, se alejaron por un sendero. El pequeño Miguel miró hacia el lugar donde estaba enterrado y creo que pudo ver el haz tractor que surgió de nuestra nave. El Niño avisó a sus padres de que había visto una palancana invertida en el cielo. Los padres se echaron a reír y agradecieron que su hijo tuviese tan viva imaginación.

Por la noche, furtivamente, el padre de Miguel, el pequeño dios, a quien yo denominase como gran dios, se acercó al lugar donde debiera estar enterrado mi cuerpo y cavó brevemente para encontrar que el féretro estaba intacto pero vacío.

—Bien hecho, Jabato —se dirigió el comandante de la nave Nexo a quien había desarrollado el relato—, ha sabido usted cumplir con su misión de prospección. Ahora sólo me resta realizarle una última pregunta.

—¡Señor! —asintió Jabato.

—¿Considera que la humanidad se encuentra preparada para ser aceptada en la confederación de Planetas Unidos?

La cara de Jabato mostró un rictus de incertidumbre durante un breve instante, pero enseguida respondió a su superior.

—Comandante Trueno, la humanidad está muy avanzada tecnológicamente, pero me temo que todavía le queda mucho para poder ser considerada como una civilización digna de nuestra Federación Interplanetaria. Todavía consideran que la Libertad es un privilegio para una minoría de sus congéneres.

—Siento escuchar eso, Mayor Jabato. Tendremos que seguir enviando comandos prospectores durante algunas generaciones más.

El padre de Miguel, según se dirigía por el sendero de regreso a su auto, pudo ver una pequeña luz lenticular que se elevaba a gran velocidad hacia las estrellas. Entonces recordó las palabras de su hijo, y que tanto él como su esposa habían tomado como una fantasía infantil.

En ese momento, quien Jabato conociera como el gran dios, estaba siendo consciente de que aquel hámster no había sido un simple animal de compañía, sino tal vez un enviado encubierto que, por motivos que se le escapaban, había estado vigilando a su familia quizá como una muestra significativa del conjunto de la humanidad.

El gran dios, por otra parte, decidió que jamás hablaría de este suceso con nadie, al mismo tiempo que en su mente surgía un brevísimo pensamiento e imaginó que, algún día, tal vez… quizá, en el futuro, otro Jabato podría venir a visitarles.  

FIN
FINE
THE END

Aralba