martes, 4 de octubre de 2011

¿Dónde moran los antiguos dioses? (José Jorquera Blanco)



La nieve y la lluvia azotaban la maltrecha y desvencijada casa. El invierno estaba siendo frío en extremo y la repentina tormenta, surgida de la nada, golpeaba el antiguo caserón montañés con vehemencia. En su interior una vieja chimenea crepitaba con el sonido de la resina seca de los troncos arrojados al fuego. El calor templaba los huesos cansados del único habitante de la vivienda en la pequeña sala de estudios que permanecía iluminada. Pero hoy no se encontraba solo.

—¿Todavía leyendo abuelo? Sabe que es tarde y el médico le ha recomendado que no fuerce su vista.

El abuelo la ignoró enfrascado en su lectura.

—Tenga —dijo ofreciéndole un tazón de caldo caliente— al menos tómeselo. Le hará entrar en calor.

A pesar de las cálidas palabras de su sobrina, éstas no hicieron mella en él que continuaba enfrascado en su lectura.

Con un rápido movimiento ella cerró el libro, bastante gastado y con ese peculiar aroma que tienen los libros antiguos, y le obligó a beberse el caldo para después acompañarlo hasta su dormitorio.

—No sé por qué no quieres instalar la calefacción, sabes de sobra que nosotros nos encargaremos de pagarla.

—Estoy ya muy mayor para obras, además sabes que prefiero el calor de la chimenea. —contestó con su mirada cansada y lacrimosa.

—Como quieras... vendré la semana que viene a ver si necesitas algo. Arrópate bien y no cojas frío. Sabes que como empeores te llevaremos a nuestro piso. Papá y mamá están preocupados por ti. Como sigas haciendo tonterías te llevaremos allí enseguida.

—¿Es pedir tanto dejar a un anciano acabar los últimos días de su vida en su casa en paz y tranquilidad?

—¡No digas eso! Estoy cansada de oírte decir lo mismo. ¡Por mí puedes irte al infierno!

Salió de la habitación rápidamente dando un enorme portazo que resonó por todas las paredes de piedra.

—Al fin sólo...

Respiró calmadamente en la oscuridad, intentando distinguir algo en ella, pero resultó en vano. Una pequeña sensación de alegría iluminó su rostro mientras evocaba recuerdos de infancia. Sus canicas, sus chapas y la interminable lista de libros que devoró, aquellas tardes maravillosas descubriendo misteriosas islas, tesoros escondidos, dioses olímpicos, guerras interminables.

¡Oh! lo que daría este pobre anciano por beber otra vez de los vinos servidos por los sátiros de Baco, la danza interminable de mujeres exóticas bailando cubiertas de velos insinuantes y vaporosos. Esos pensamientos le hicieron sonrojarse un poco, más por el recuerdo que por la vergüenza.

—Felicidad —pensó el anciano acurrucándose en la cama caliente mientras el cansancio y la edad lo hicieron quedarse profundamente dormido.

Sus sueños difusos y oscuros empezaron a adquirir otro cariz. Atrás quedaban sus interminables pesadillas que le dejaban desvalido y enfermo y oleadas de color dispararon sus recuerdos mientras caminaba, no, más bien ¿flotaba? por los edificios de mármol del Olimpo.

Contemplaba a Hefesto en su fragua trabajando el metal, como si fuese mantequilla en sus manos, con una pericia envidiable. Más adelante surgiendo del agua la diosa Tetis, la de pies argénteos, caminando por encima de las olas. Avanzó hacia el edifico central del Olimpo mientras los dioses y diosas ignoraban su presencia.

En un trono de mármol y oro permanecía, sedente, Zeus. Lanzando sus rayos con furia y apatía hacia lo que parecía un muro invisible que rodeaba todo el Olimpo. Maravillado, el anciano permaneció en silencio.

—Esposo mío, no te irrites. O acabarás golpeando a alguno de tus bien amados hijos.

El rostro de Zeus se relajó.

—Cómo siempre, Hera, esposa mía, no puedo negar la verdad de tus palabras. Pero permanecer aquí encerrado... ¡Yo quien una vez fuera el dios más grande del firmamento! Permanecer aquí, eclipsado y encerrado, olvidado por todos...

—Así nos sentimos todos, olvidados, perdidos en el tiempo, sin nadie que nos escuche, que nos adore o a quien proteger...

—Sin nadie con quien jugar... ¿No es así Padre?

Los dos ancianos dioses se giraron, las palabras de Atenea habían disparado su curiosidad y la del anciano que escuchaba.

—Los mortales son caprichosos, les dimos regalos, pero siempre querían más. Mirad lo que ocurrió con nuestros tesoros, nuestros templos, toda nuestra sabiduría. Perdida, quemada o destruida por los mismos a quienes se la entregamos. Y aún así permanecimos impasibles, dejándoles, abandonándolos a su suerte. ¿Esperas acaso que nos recuerden o incluso adoren? Creo que ellos mismos nos encerraron aquí. Fue su manera de repudiarnos.

—Pudiera ser Atenea, pudiera ser... pero yo pienso más en otros dioses. ¡Ellos!, estoy seguro... son los responsables.

—Tal vez los nuevos dioses tuvieran algo que ver. No lo discuto, pero permanecen tan ocultos... Si supiéramos al menos dónde están podríamos combatirlos como hiciéramos antaño.

—Pero nunca han mostrado su cara esposa mía. Y me temo que es una batalla que perdimos hace tiempo.

—Y este el precio que debemos pagar, ¿no Padre?

Fascinado, expectativo, anhelante de la respuesta no pudo más que maldecir en voz alta mientras continuaba ascendiendo hacia quien sabe dónde.

El paisaje cambió y dio paso a montañas frías y escarpadas, chozas construidas en madera ardían, las casas permanecían derruidas. En la distancia un ligero resplandor multicolor despertó su atención, dos guerreros enormes combatían en los campos sembrados de muerte. Dos impresionantes ejércitos se disputaban las tierras con ferocidad, sin preocuparse de la destrucción a su paso, que tan palpable era que hacía preguntarse el objetivo de tamaña disputa.

Entonces un retumbar en el cielo, como de cascos de caballos, anunció la llegada de las doncellas guerreras que cabalgaban por los cielos, prestas para unirse al combate. Las Valquirias.

En la lejanía distinguió una ciudad, casi destruida, donde combatía una gigantesca serpiente, el único acceso a Midgar, el puente del arco iris, permanecía roto suspendido en el aire, y ahora, por fin, fue capaz de distinguir a los dioses allí reunidos.

Odin, Thor, Frigga... incontables guerreros luchando contra la muerte segura del Ragnarok.

La contienda, que probablemente se disputase desde eones, empezó a tornarse desesperada para los guerreros de la Ciudad Dorada. En aquel momento, ¡algo inaudito!, Odin golpeó con furia a la gigantesca serpiente, asestándola un golpe mortal.

Pero el resultado fue una victoria pírrica, los pocos dioses supervivientes se retiraron a las antiguas montañas de los Aesir para yacer por toda la eternidad.

Muspelsheim se fusionó con el reino de Niffleheim y las tierras de Asgard y sus reinos quedaron enterradas y destruidas salvo en el recuerdo de los mortales.

La compasión llenó el corazón del anciano.

—¿Por qué luchar cuando todo estaba perdido?

Con esa duda royéndole la cabeza viajó en la lejanía hasta donde el sol abrasa a los hombres y antiguas civilizaciones descansan en el polvo de los desiertos.

En las ruinas de los magníficos templos permanecían inermes estatuas de los dioses del antiguo Egipto, algunas de ellas con cabezas de aves u otro tipo de rasgos hieráticos.

A pesar del peso de los siglos, aún mantenían su lustre y esplendor. Los relieves y jeroglíficos permanecían casi intactos y el polvo era una fina capa muy parecida a una película protectora.

Una exploración más detallada de las mismas indicaban la exactitud de las facciones y fisionomías. ¡Tan reales! Que el anciano dudó por un instante si era real lo que veía o una mera ilusión de su mente febril. La duda quedó disipada hasta que las tocó y, por un instante, la figura pareció reaccionar a contacto. Tan sutil y leve que el anciano se sorprendió.

—¡Habría jurado por un instante que la estatua estaba cálida como mi mano! —pensó entre nervioso y entusiasmado.

Pero descartó la idea en seguida achacándola a la vejez y a la medicación.

¿Qué ha sido pues de los poderosos dioses del antiguo Egipto?

Ahora no son más que estatuas olvidadas en los rincones, vacías por dentro, sólo cascarones inermes de lo que antiguamente fueran los dioses protectores de Egipto. Encerrados, olvidados en sus formas de piedra, siendo incapaces de recordar quién o qué eran. Y aún siendo capaces de recordar... sólo les quedaría el tormento de los días perdidos en la lucha contra un Dios cruel que azotó a su pueblo con la plaga, haciendo sufrir a sus preciados hijos.

De la rabia y la impotencia de Horus; del sufrimiento de Isis y Osiris debido a la brutalidad sometida al pueblo de Egipto por estos nuevos dioses, crueles y vengativos.

Del encadenamiento de Athor por los hombres, condenándola a la desolación y la tristeza, mayor si cabe, ante la muerte de su esposo frente el dios de los esclavos.

Seth, Toth, Min, Satet destruidos por una vil traición. Tantas tristes historias despiadadas de las cuales, los pocos supervivientes yacen encerrados en formas de piedra sin el menor recuerdo de su ser.

La misericordia y piedad del anciano crecía cada vez que tocaba las estatuas y recibía los sueños y las visiones de los sucesos acaecidos a estos aciagos dioses.

Sin tiempo para lamentaciones se vio arrastrado hacia nuevas latitudes a tal velocidad que su inexistente cuerpo fue incapaz de soportarlo hasta que por un lapso de tiempo, indefinido y agradecido, quedo inconsciente.

El sonido dulce de los pájaros lo despertó suavemente, y una extraña calidez baño su cansado cuerpo mientras contemplaba lo que antaño algunos hombres se aventuraron a llamar el Edén.

Árboles inmensos cubiertos de plantas y flores, de tal belleza, que arrancarían sonrisas en las almas de los más pérfidos y despiadados seres. Pájaros portando los cantos de los dioses en sus trinos y gorjeos, animales de portentosa belleza habitando en la inmensidad de una selva agotada.

Un sonido muy débil parecía provenir de muchos sitios y a la vez de ninguna parte. El anciano con gran esfuerzo se forzó a escuchar y a medida que escuchaba le parecía que el viento susurrara palabras en una lengua ya olvidada, que la misma tierra dormía profundamente esperando a ser despertada. La fina lluvia que caía incesantemente parecía cantar una nana, o al menos eso fue lo que le pareció.

Una voz resonó en su cabeza, o quizás la escuchó en su delirio, pero la voz se hizo más fuerte.

—¿Quién osa despertar a los dioses en su sueño?

—Yo no pretendía despertar a nadie, señor —contestó el anciano en voz alta si estar seguro de estar hablando con alguien o simplemente consigo mismo.

—Ahora los dioses han de reposar pues así está escrito. Marcha pues y déjanos en nuestra desdicha.

El anciano, ahora más seguro de escuchar la voz, preguntó.

—¿De dónde provienen las voces que escucho?

—Antiguamente pediríamos tu sangre por semejante atrevimiento, pero la hora de que sintáis nuestra ira aún no ha llegado. Contestaré a tu pregunta porque en nada influirá en el destino. —La voz que antes era áspera se tornó más melancólica.

—Hace tanto que ocurrió, que es difícil recordar. Barcos gigantescos como nunca se habían visto llegaron portando seres que escapaban de nuestra influencia y poder. Aniquilaron a todo el que se interpuso en su camino, algunos de los nuestros guiados por Huitzilopochtli combatieron, pero la furia de los extranjeros y por el apoyo de un dios despiadado nuestros hijos nos abandonaron.

La voz se tomó una pausa larga, el anciano temió que no continuara, mientras los extraños sonidos llegaban hasta sus oídos.

—Así pues lo que escuchas son los sonidos de los míos, encerrados o dormidos, esperando que alguno de nuestros hijos escuche nuestra llamada. Quetzacóalt susurrando en el viento, Teteu Innan durmiendo en la tierra, Chalchiuhtliicue en el agua y Xiuhtecuhtli en el fuego.

—¿Y por qué tú permaneces despierto?

—Como guardián del destino debo observar su descanso hasta que Macuilxóchitl Xochipilli haga despertar el recuerdo a través de las historias que se esfuerza en hacer perdurar, ¡y los antiguos dioses volvamos a resurgir! Ahora parte para no apresurar lo que aún está por llegar...

El anciano atravesó la selva con el recuerdo de la voz en su cabeza que le impelía a avanzar cada vez más rápido.

La sensación le recordó a una persecución invisible de un implacable depredador a punto de lanzarse sobre su presa, hambriento y al acecho.

Según empezaba a salir de la selva multicolor toda su percepción se emborronó, y las cosas que antes le resultaban grandes se tornaban más pequeñas. Su cuerpo se expandió como si solamente estuviese compuesto por aire alcanzando el cosmos y ante la inmensidad de la visión del universo, arropándolo como una capa negra destellante, observó la tierra.

Una mujer decrépita halló en su lugar, acurrucada y encogida en posición fetal mientras minúsculos virus la taladraban y corrompían. Avanzaban lentamente por todo su cuerpo como gusanos que comen la carne una vez muerta. Miles y miles de termitas luchando por robarla su mejor trozo y trasladándola al borde de la muerte. Ella lucha, gime, llora, intenta moverse... Pero el virus estaba extendido por todo su cuerpo como un cáncer, y aunque conseguía librarse de algunas pequeñas picaduras, otras más surgían una vez eliminadas las otras.

Así esta diosa llamada por algunos naturaleza, por otros Gaia, Gea... estaba abocada a su destrucción lenta y dolorosamente.

Su cuerpo comenzó a retraerse y el anciano sucumbió ante tal shock. Su mente y la realidad comenzaban a dar vueltas en una espiral mientras se vaciaba de recuerdos, historias, ideas...

A la mañana siguiente el anciano se encuentra dormido en su cama en un sueño del que nunca más regresará. Su cuerpo ha sido sustraído para reposar por siempre en el cuerpo de una mujer destrozada por sus hijos.

Atrás deja el dolor y los sufrimientos, los pesares pero también la alegría. Recueros, fotos, experiencias, algunas ya olvidadas, libros... Muchos libros en su biblioteca que quedarán inútiles en las estanterías.

¿Dónde moran los antiguos dioses?

En las fantasías de los soñadores, en la locura de las personas, o tal vez en el fanatismo humano. Quizás en el simple miedo a la muerte.

Ésta es sólo una de las historias que quedaron perdidas en la mente de un anciano, una simple mancha de tinta en una hoja de papel. Pues es bien conocida la capacidad del hombre para interpretar las cosas más simples y retorcerlas en miles de espirales insulsas y sinuosas.

Los antiguos dioses permanecen dormidos o despiertos, pero siempre en la memoria de aquellos paganos que supieron protegerlos y esconderlos. Encerrados y olvidados escuchan lo que les susurran los siglos. Ahora, quizás, más angustiados tras la muerte de su único profeta, el único que entregó su vida por y para ellos hasta que lo condujeron a su irrevocable final.

Pero no sintáis pena por él, si hemos de creer las tradiciones, ¡se encontrará disfrutando de paraísos mil! Indagando y resolviendo las preguntas que quedaron sin respuesta tras sus descubrimientos y su furtiva vigilancia.

José Jorquera Blanco

Publicado, con anterioridad, en NGC: