sábado, 24 de marzo de 2012

Hay otros mundos; pero están en éste








Parecía una mañana como cualquier otra. Tan temprano como las seis y media de la mañana. Terminaba de pasar por la canceladora el billete de mi bono transporte. Justo cuando me disponía a tomar asiento en el autobús escuché un extraño y agudo sonido que de inmediato interpreté como algo no externo sino surgido de mi interior.

No di demasiada importancia al hecho, dado que considero que no debió de durar más que algunos pocos segundos. Pasados unos minutos mientras leía mi libro habitual, escuché una clara voz que surgía del interior de mi cabeza y que me repetía con monótona insistencia la siguiente frase: Hay otros mundos; pero están en éste.

Justo después, cuando acabó la voz su discurso repetitivo, me sobresalté y por un instante me pareció dejar de respirar. Todo a mí alrededor parecía haber cambiado de forma drástica. Lo que había sido la estancia de la cabina del vehículo se había transformado en algo metálico brillante, redondeado  y de extrema limpieza, como si de una estancia hospitalaria se tratara. También noté como el movimiento del vehículo parecía haberse anulado.

Quise incorporarme del asiento; pero no pude dado que me encontraba sujeto por algún tipo de extraño arnés. Dirigí la mirada hacia el cristal que comunicaba, donde me encontraba, con el exterior. No había ni coches ni autobuses, tampoco camiones o motocicletas; por el contrario lo que pude observar eran unos extraños vehículos sin ruedas y con forma de balas que circulaban suspendidos en el aire por algún extraño método que me es desconocido.

Abandoné el espectáculo exterior para intentar concentrarme en mi entorno más cercano y entonces sucedió. Quedé estupefacto al comprobar que en el interior del vehículo que me llevaba no había ninguna persona, animal o planta que me fueran conocidos por la experiencia o la literatura. Todos, sin excepción, los pasajeros eran cosas para mí desconocidas: Una mantis religiosa de descomunal tamaño, una asquerosa oruga de cuyo lomo parecieran surgir una ristra de lustrosas y coloridas plantas.

No, lo sé, no eran nada de eso que especifico; pero es lo único que se me ha venido a la cabeza para intentar designar a semejante y extraña fauna. En ningún instante pude entender los guturales sonidos con los que parecían comunicarse entre sí.

Cuando el vehículo se detuvo en la parada, el arnés que me sujetaba al asiento  se desprendió liberándome, así que pude incorporarme. Lo que sucedió entonces no podría explicarlo de ningún modo. El caso es que una fuerza interior más fuerte que yo hizo que me levantase liándome a mamporros, a diestro y siniestro. La cabeza de una especie de hormiga voló cercenada a considerable distancia de su anterior propietario. La pata de un más extraño escarabajo fue arrancada con mis manos y una especie de moscardón verde lucía el abdomen que antes le había abierto con mis propias manos soltando una supurante y nauseabunda sustancia verdosa y de consistencia lechosa.

Me dispuse, como si nada hubiese sucedido, a salir por la puerta y bajar del extraño vehículo en que se había convertido mi autobús. Fue entonces cuando pude ver en un espejo que parecía un retrovisor mi propio  rostro si a eso tan extraordinario pudiera llamársele de tal modo. Un mudo grito de terror quedó confinado en el interior de mi faringe o laringe. Lo que allí se reflejaba no parecía el Ser que yo siempre había sido sino una especie de monstruo con cabeza de cangrejo de río y cuyos ojos pendían de lo que supuse pudiera tratarse de antenas.

Curiosamente yo era un bicho más como aquellos que había despedazado y permanecían inmóviles a mi alrededor. Sinceramente no sé el porqué; pero desistí de apearme allí y volví a lo que fuera mi asiento. Fue entonces cuando volví a sentir aquella experiencia de nuevo. Un estridente y casi inaudible ruido inundó hasta la última parcela de mi cerebro y volví a escuchar aquella desconocida voz que me decía: Hay otros mundos; pero están en éste.

Entreabrí, cargado de pánico y terror, mis ojos para contemplar que yo seguía en el autobús y que los pasajeros permanecían en sus asientos, eso sí adormilados y poco comunicativos,  como de costumbre. Toqué mis manos y mi rostro y comprobé que seguía  siendo yo. No había ningún monstruo por ninguna parte. Todo pareció ser una especie de breve ensoñación. Respiré con profundidad dos o tres veces  y comencé a sentirme más apacible y sosegado.

-          Debió quedarse dormido y tuvo una pesadilla –expresó el psiquiatra su veredicto.

-          Lo dudo mucho –contesté-, no se trata, ni mucho menos, de la primera vez que me suceden estos episodios tan extraños.

Me levanté del diván y estiré, con ambas manos, mi camiseta. Tomé una aguja de hacer punto que llevaba bien escondida y atravesé, sin algún pudor, el rostro de aquella extraña criatura entre insecto palo y lombriz de tierra.  Después salí al exterior con el único propósito de regresar a mi hogar con el fin de preparar la cacería del día siguiente. Atrás dejé al psiquiatra estrujándose los sexos intentando comprender que es lo que había sucedido en su presencia y que no era capaz de interpretar.

Aralba