sábado, 24 de marzo de 2012

Hay otros mundos; pero están en éste








Parecía una mañana como cualquier otra. Tan temprano como las seis y media de la mañana. Terminaba de pasar por la canceladora el billete de mi bono transporte. Justo cuando me disponía a tomar asiento en el autobús escuché un extraño y agudo sonido que de inmediato interpreté como algo no externo sino surgido de mi interior.

No di demasiada importancia al hecho, dado que considero que no debió de durar más que algunos pocos segundos. Pasados unos minutos mientras leía mi libro habitual, escuché una clara voz que surgía del interior de mi cabeza y que me repetía con monótona insistencia la siguiente frase: Hay otros mundos; pero están en éste.

Justo después, cuando acabó la voz su discurso repetitivo, me sobresalté y por un instante me pareció dejar de respirar. Todo a mí alrededor parecía haber cambiado de forma drástica. Lo que había sido la estancia de la cabina del vehículo se había transformado en algo metálico brillante, redondeado  y de extrema limpieza, como si de una estancia hospitalaria se tratara. También noté como el movimiento del vehículo parecía haberse anulado.

Quise incorporarme del asiento; pero no pude dado que me encontraba sujeto por algún tipo de extraño arnés. Dirigí la mirada hacia el cristal que comunicaba, donde me encontraba, con el exterior. No había ni coches ni autobuses, tampoco camiones o motocicletas; por el contrario lo que pude observar eran unos extraños vehículos sin ruedas y con forma de balas que circulaban suspendidos en el aire por algún extraño método que me es desconocido.

Abandoné el espectáculo exterior para intentar concentrarme en mi entorno más cercano y entonces sucedió. Quedé estupefacto al comprobar que en el interior del vehículo que me llevaba no había ninguna persona, animal o planta que me fueran conocidos por la experiencia o la literatura. Todos, sin excepción, los pasajeros eran cosas para mí desconocidas: Una mantis religiosa de descomunal tamaño, una asquerosa oruga de cuyo lomo parecieran surgir una ristra de lustrosas y coloridas plantas.

No, lo sé, no eran nada de eso que especifico; pero es lo único que se me ha venido a la cabeza para intentar designar a semejante y extraña fauna. En ningún instante pude entender los guturales sonidos con los que parecían comunicarse entre sí.

Cuando el vehículo se detuvo en la parada, el arnés que me sujetaba al asiento  se desprendió liberándome, así que pude incorporarme. Lo que sucedió entonces no podría explicarlo de ningún modo. El caso es que una fuerza interior más fuerte que yo hizo que me levantase liándome a mamporros, a diestro y siniestro. La cabeza de una especie de hormiga voló cercenada a considerable distancia de su anterior propietario. La pata de un más extraño escarabajo fue arrancada con mis manos y una especie de moscardón verde lucía el abdomen que antes le había abierto con mis propias manos soltando una supurante y nauseabunda sustancia verdosa y de consistencia lechosa.

Me dispuse, como si nada hubiese sucedido, a salir por la puerta y bajar del extraño vehículo en que se había convertido mi autobús. Fue entonces cuando pude ver en un espejo que parecía un retrovisor mi propio  rostro si a eso tan extraordinario pudiera llamársele de tal modo. Un mudo grito de terror quedó confinado en el interior de mi faringe o laringe. Lo que allí se reflejaba no parecía el Ser que yo siempre había sido sino una especie de monstruo con cabeza de cangrejo de río y cuyos ojos pendían de lo que supuse pudiera tratarse de antenas.

Curiosamente yo era un bicho más como aquellos que había despedazado y permanecían inmóviles a mi alrededor. Sinceramente no sé el porqué; pero desistí de apearme allí y volví a lo que fuera mi asiento. Fue entonces cuando volví a sentir aquella experiencia de nuevo. Un estridente y casi inaudible ruido inundó hasta la última parcela de mi cerebro y volví a escuchar aquella desconocida voz que me decía: Hay otros mundos; pero están en éste.

Entreabrí, cargado de pánico y terror, mis ojos para contemplar que yo seguía en el autobús y que los pasajeros permanecían en sus asientos, eso sí adormilados y poco comunicativos,  como de costumbre. Toqué mis manos y mi rostro y comprobé que seguía  siendo yo. No había ningún monstruo por ninguna parte. Todo pareció ser una especie de breve ensoñación. Respiré con profundidad dos o tres veces  y comencé a sentirme más apacible y sosegado.

-          Debió quedarse dormido y tuvo una pesadilla –expresó el psiquiatra su veredicto.

-          Lo dudo mucho –contesté-, no se trata, ni mucho menos, de la primera vez que me suceden estos episodios tan extraños.

Me levanté del diván y estiré, con ambas manos, mi camiseta. Tomé una aguja de hacer punto que llevaba bien escondida y atravesé, sin algún pudor, el rostro de aquella extraña criatura entre insecto palo y lombriz de tierra.  Después salí al exterior con el único propósito de regresar a mi hogar con el fin de preparar la cacería del día siguiente. Atrás dejé al psiquiatra estrujándose los sexos intentando comprender que es lo que había sucedido en su presencia y que no era capaz de interpretar.

Aralba

domingo, 19 de febrero de 2012

Alba. Diario de una Ninfómana (Basado en hechos reales)




En realidad me llamo Teresa Rubio y soy psicóloga de profesión; pero dada la delicada situación de mi labor, tratar trastornos sexuales, decidí de cara a los clientes cambiar mi nombre real por este otro de batalla.

Siempre me llamó la atención el concepto Freudiano, tan extendido, acerca del sexo y como casi todos mis colegas habían terminado convirtiendo naturales desviaciones en algo negativo  y enfermizo. Ese fue el principal motivo por el que dediqué mi doctorado en psicología al controvertido Tema de la Adicción al Sexo. Enfermedad que a mí jamás llegó a convencerme que fuera tal antes de su estudio y que después de mi Tesis Doctoral quedaría descartada su existencia como patología médica. Por el contrario llegué a la conclusión de que solo se trataba de una novísima invención más para la manipulación de la conciencia del Ser Humano.

Después de mi experiencia académica decidí, como cualquier científica que se precie, en experimentar todas aquellas conclusiones a las que había llegado tras mis estudios teóricos y como no tenía a nadie más cerca que yo misma,  pues lo realicé en mi propia persona.

Tengo que reconocer que al principio no fue nada fácil romper con todos aquellos prejuicios morales, de índole religiosa, que llevaba a cuestas desde la más tierna infancia debido al adoctrinamiento, tanto familiar como escolar. Tuve que realizar un considerable esfuerzo para romper con toda aquella moralina que me había acompañado hasta ese instante, respecto a la sexualidad, y de algún modo, empezar desde cero; como una investigadora que se enfrenta a algo totalmente nuevo y desconocido.

Decidí que, al menos al principio, debería de comenzar mi trabajo con personas totalmente desconocidas y que no tuviesen cualquier tipo de concepto preconcebido acerca de mi persona ni yo de ellas.

Me disfracé, para enfrentarme al Campo de Batalla, con una minúscula minifalda ajustada de tejido rojo que apenas era capaz de ocultar parte de mis cachetes. Debajo y en lugar de braguitas me coloqué un barroco liguero negro que terminaba sustentando unas medias caladas del mismo tono. El calzado no era otro que unos manolos  de alto precio, igualmente carmesí, con unos tacones de clavo de casi veinte centímetros de longitud.

Algo de barata quincallería de colores llevaba en mi brazo izquierdo y un diminuto reloj Swatch, de color rosa, apresaba mi muñeca derecha. Apenas tapando mis tetas llevaba una camiseta de amplios tirantes en un color verde pastel. Los senos fui capaz de mantenerlos perfectamente firmes gracias a unos soportes adhesivos especiales que permanecían bien ocultos bajo la escueta vestimenta. Alrededor de mi cuello coloqué una gargantilla  de amplios eslabones de plata que sustentaban un pequeño conejito del mismo material. Otra cadenita del mismo metal contrastaba con el negro de la media sustentándose sobre mi tobillo derecho.

De esta guisa me aposté en una esquina de una calle cualquiera, aledaña a la famosísima Ballesta, cerca de la corredera baja de San Pablo en Madrid, a la espera de que algún espécimen de macho humano callera en mi suntuosa trampa; solo comparable a la del más paciente etólogo.

Algunos babosos salidos se fueron acercando a mí; pero a todos y a cada uno de ellos pude quitármelos de encima sin demasiado esfuerzo. Estaba allí para captar a alguien que considerase presuntamente normal, no a pervertidos viciosos en busca de busconas sedientas de unas pocas monedas.

A caballo pasado, tengo que reconocer que no fue una tarea sencilla; dado que en aquella zona madrileña lo que era más fácil de encontrar era justo lo que no iba buscando; pero insistí durante tres días más. Junto entonces un individuo, algo más joven que yo y de apariencia despistada iba caminando por la acera de enfrente a la que yo me encontraba, pareció fijarse en mí de forma sutil y de reojo.

Al principio no supe captar su verdadero interés; pero pronto me resultó evidente, cuando al cabo de unos pocos minutos desanduvo su camino hasta volver a pasar tímidamente delante de mí. Ahora sí me fijé en su disimulada observación pero cargada de interés por lo que yo significaría para él.
No queriendo perder esa oportunidad de oro me dirigí hacia él alzando un tanto la voz.

_ ¡Oye tú! – El espécimen se quedó parado como si hubiese sido atrapado por algún tipo de resorte y miró a su alrededor como si no fuese con él. Como no podía ser de otro modo terminó su mirada encontrando la mía.

_ ¿Es a mí? – Preguntó con voz temblorosa.

_No veo a nadie más – dije mientras le reglaba con una leve sonrisa.

Se dispuso a continuar su incierto camino tras un evidente titubeo que me hizo comprender que sus defensas empezaban a bajar.

_ ¡Chico!, no te arrepentirás – dije tajante, mientras le acribillaba con mi felina y sensual mirada.

El chico terminó cruzando la calle para llegar hasta donde yo me encontraba. Su acercamiento fue lento y progresivo hasta situarse a una breve distancia que debió de considerar como segura.

_ ¡Se, Señora!, ¿Es, es conmigo? - Tartamudeó su pregunta lo que denotaba su evidente nerviosismo.

_ ¿Con quien va a ser? ¡Rubito guapo!

_ ¿Sabes lo que soy chaval? – continué con insolencia.

_Me..me llamo Juan y su.. supongo que tú serás una lumi.

_¿Como dices? – intenté parecer ignorante ante su calificativo.

_No…no sé Señora, una meretriz, una prostituta…, no sé…

Solté una dulce aunque sonora carcajada  antes de que acabara con el repertorio nominal de la profesión más antigua del mundo. También pude darme cuenta de su mentira cuando mencionó ese nombre de Juan. Era natural que ante una mentira se respondiese con otra del mismo calibre; pero no insistí en tal pequeñez.

_Juan, gracias por presentarte sin habértelo solicitado. Mi nombre es Alba y no, estás equivocado, no soy una puta. Puta es aquella que cobra a cambio de entregar su cuerpo o parte de él a otro ser humano. Si tú quieres yo te lo haré gratis.

Los ojos del supuesto Juan parecieron querer salir de sus órbitas y su inquisitiva mirada realizaba continuos viajes de mi rostro a las visibles y prominentes tetas y de éstas a lo más alto de mis muslos, intuyendo su frágil mente, entiendo yo, la inexistencia de aunque fuera un diminuto y efímero tanga que tapara un tembloroso, húmedo y caliente coño listo para ser amado.

_Alba, yo no…yo no… - tartamudeó-, lo cierto es que no pasaba por aquí buscando a alguien como tú –mentía -. De hecho no llevo dinero alguno y no quisiera hacer que perdieras tu valioso tiempo. Alba, perdona, ya, ya me voy. Sí…

Quien se había denominado como Juan parecía un extraño engendro entre flan y gelatina que no supiera si salir corriendo como alma que lleva el diablo, tirarse al suelo con flojera y hacerse un ovillo a modo de erizo o empezar a meterme mano de forma compulsiva sin tener en cuenta los naturales viandantes de la zona.  Justo cuando iba a realizar lo primero,  salir por patas, le agarré, lo más fuerte que pude con mis diminutas manos, de su musculoso brazo impidiendo así que pudiera realizar su inconsciente propósito.

_Juan, no temas no soy peligrosa, te repito que no soy una puta ni tengo un ejército de chulos esperando a desvalijarte o esperando que se yo lo que se te está pasando por la cabeza. No necesito ese dinero que dices que no llevas contigo. Nuestras miradas se volvieron a cruzar por enésima vez terminando por fulminarnos mutuamente. Ahora sí estaba segura de que Juan sin nombre había bajado, del todo, sus instintivas armas y se encontraba a mis expensas sin defensa posible.

_¡Ven conmigo! – reafirmé mis palabras con un cariñoso gesto y una pícara sonrisa.

Durante un breve instante, intenté ponerme en lugar de aquel atractivo joven que me parecía del todo inocente y comprendí la cantidad de inconexas imágenes que debían de estar pasando por su mente a la velocidad de un tren expreso: ¿Querrá violarme? ¿Acaso robarme? ¿Podría matarme o devorarme? ¿Me llevará a las puertas del infierno? ¿Habrá una sanguinaria secta esperándonos?

Al contrario de lo que suponía que esperase Juan, llegamos a las puertas de un conocido y pequeño hotel de lujo de aquella zona de Madrid. Nada de una mugrienta pensión cargada de pulgas y pegajosas ladillas.

El Botones que ya fuera aleccionado, con anterioridad por mí, nos dejó pasar y nos acompañó hasta la habitación que había alquilado para este menester.
 
Tal y como estaba previsto, los responsables del hotel habían dejado sobre una pequeña mesa de salón unas rosas rojas y una hermosa botella de Don Perignón, bien refrigerada, dentro de un recipiente de plata cargado con abundantes cubitos de hielo. Solo una suave gamuza separaba el sólido elemento acuoso del cristal de tan valiosa botella de champagne. Justo al lado había ambas bandejitas de plata, también, conteniendo unos pocos canapés salados y algunos dulces pastelitos variados.

Ya bastante más tranquilo y sosegado, pasado el primer susto, el supuesto Juan se dirigió a mí mientras su mirada no dejaba de devorar de forma insaciable mi cuerpo. Antes de hablar respiró un par de veces de forma profunda.

_¡Alba!, ¿Es ese tu nombre? – preguntó ya de manera relajada.

No pude dejar de reír.

_Claro que no, como si no; pero para ti sí que lo soy ahora mismo; pero yo también sé que tú no te llamas Juan; pero igualmente tú lo eres para mí ahora – El muchacho se sonrojó al ver que había descubierto su inocente embuste.

_¿Que quieres de mí? – preguntó mientras su mirada se volvía, por momentos, más y más libidinosa.

_¿Tu que crees? – contesté sonriéndole con cariño.

_¿Quieres que te haga el amor?

_¿Amor?, ja,ja,ja, no seas cursi  - le respondí con una dura mirada - ¡No! Quiero que me jodas, necesito que jodamos como los animales en celo que somos ¿crees que podrás? o ¿no serás marica?

_Pero, no… - su nerviosismo era evidente -, no, digo que no lo soy. No soy eso que tú dices, me gustan las chicas, las mujeres como tú. Tú me gustas mucho Alba. Llevo viéndote en aquella esquina desde hace tres días. Ahora mismo regresaba a la Universidad para continuar mis estudios de Ingeniería en telecomunicaciones y lo he dejado todo por ti. Seguro que me están esperando; pero tú me gustas mucho Alba. Hay algo en ti que es más fuerte que yo.  No sé…
_¡Joder, Lo que faltaba para el canto de un duro, un romántico enamoradizo! –grité con fuerza-, ¿De qué coño te has enamorado?, anda dilo… ¿De mi antinatural y artificial maquillaje acaso? ¡No!, el Señor ¿está soliviantado por este descomunal escote que deja entrever mis enormes tetas? ¡Ah sí, ya sé! – levanté mi corta y ajustada faldita roja para dejarle ver mi pelada raja-,  ¿estás enamoradísimo de este húmedo coño palpitante, afeitado y con un ligerísimo perfume a marisco?

Mientras le abofeteaba con mis sensuales palabras pude observar como su entrepierna se agitaba nerviosamente y aumentaba su volumen de forma considerable, hasta hacerse evidente que Juan estaba sufriendo una poderosa erección. Como mujer sabía que no debía de perder esta oportunidad única y me dirigí, como una felina, hasta situarme a la altura de su cintura.  Juan no dijo nada, se encontraba paralizado por el torrente de hormonas que debían de estar corriendo por su riego sanguíneo. Empezó a temblar, casi convulsivamente, mientras yo desabrochaba la cremallera de sus vaqueros y apartaba la portezuela de sus calzoncillos para poder liberar a su inquieto y apresado inquilino.

No se trataba de una picha de dimensiones considerables. Supongo que no tendría más de catorce o quince centímetros; pero estaba bien formada aunque con tendencia a desviarse hacia uno de los lados. Su glande se mantenía unido al pellejo del pene mediante el frenillo que no había sido jamás extirpado o cortado, lo que hacía que aquel mástil de carne, lleno de sangre, en lugar de alargarse, ensanchara hasta conseguir una considerable dureza.

Cogí entre mis manos aquel sonrosado artefacto y me lo llevé, sin contemplaciones, hacia la boca. Solté algo de saliva sobre la rajita del glande y pasé de forma repetida mi lengua sobre ella de forma repetida una, y otra, y otra vez. Nunca dejé de comprobar lo desvalido que estaba Juan ante mí, compungido de amor y de pasión tal y como me había hecho ver.  Si en aquel instante lo hubiese desvalijado o intentado matar habría puesto la misma resistencia que el macho de la mantis religiosa ante su hembra cuando ésta devora la cabeza de aquel mientras están copulando. Mi joven y rubio amante estaba a mi absoluta merced.

Después de trabajarme, durante un rato con caricias y más caricias, pellizcos y pequeños mordiscos en los huevos, la polla de Juan pareció aumentar de una forma imposible su calibre hasta parecerme que sobrepasaba los veinte centímetros.  Sí, aquel instrumento amatorio no era tan pequeño como yo había apreciado al principio. Los tenues quejidos, al principio, de mi amante se fueron convirtiendo in crescendo en auténticos berridos estentóreos de placer absoluto, por lo que comencé a rebajar mis masajes tanto manuales como bucales.

Sin haber tenido consciencia de cuando ni como había sucedido, ambos nos encontrábamos desnudos y acariciándonos mutuamente. No había parte de nuestro cuerpo que no hubiera estado sujeta a los lametazos de nuestras lenguas ni a los pequeños y amorosos apretones de nuestros dedos y nudillos.

Tras los naturales e instintivos preliminares, Juan se colocó sobre mí, que me encontraba tumbada de espaldas a la cama, y volvió a ofrecer su dura, lubricada y salada polla a mi boca, mientras que yo hacía lo propio con mi húmedo y palpitante coño caliente. El sonido del bombeo de su nabo dentro de mi boca y garganta se sincronizaba con el propio de él intentando absorber, con su boca, mis propios efluvios lubricantes.

Su glande penetraba dentro de lo más profundo de mi garganta, hundiendo mis labios hasta juntarse con las encías, llegando su minga a rozar mi campanilla de forma repetida. Eso provocó, en más de una ocasión que casi vomitara y lo habría hecho de haber tenido el estómago lleno. Por el contrario, ingentes cantidades de efluvios salivales, pre-digestivos, se unieron en un audaz vals líquido con su lubricante natural, a tal guisa, que pareciera, por un hipotético observador,  que mi amante estuviese sujeto a una eyaculación permanente.

Eso que yo sabía que se trataba de una ilusión óptica debido a la cercanía de mis ojos. Esa polla de veinte, treinta, cincuenta centímetros seguía realizando su trabajo mientras mi coño se dilataba monstruosamente apretando el secreto interior que aún ocultaba en mi ano y que reservo para sorpresa del lector, del que solo dejaba entrever una pequeña anilla de acero pulido y que mi partenaire aún no había tenido ocasión de preguntar del porqué de aquello.
No se produjo ninguna conversación entre nosotros. Yo no le pude decir que no me llamaba Alba sino Teresa Rubio hija de Álvaro Rubio y nieta de exiliados a la Unión Soviética cuando la República Española perdió la Guerra contra las huestes franquistas; pero él tampoco tuvo ocasión de decirme su verdadero nombre. Humberto Romero se llamaba, cosa que descubriría mucho después cuando nos volviésemos a encontrar en un futuro cercano; pero en ese momento solo sabía que se trataba de un espécimen de estudio en un trabajo de post doctorado en psicología sexual. Para mí no se trataba, entonces, de  un posible amante sino de un sujeto de análisis y ahora lo estaba analizando como ningún Ser humano había sido jamás estudiado mientras realizaba el acto sexual. Era mi cobaya y este conejillo de indias estaba resultando mucho más interesante de lo que jamás habría podido imaginar.  

Su enorme y aceitosa polla seguía bombeando dentro de mi húmedo e insaciable coño de forma sincronizada de tal modo que pareciéramos una sola persona. De vez en cuando el paraba para evitar la pronta eyaculación de su semen en mi interior. Entonces dejaba que descansara para pasar yo a bombear ese incansable y heroico mástil digno de hacerle un monumento. En alguna ocasión creí escucharle canturrear la tabla de multiplicar, como si quisiera evadirse del placer dejando que su polla resistiese hasta que yo alcanzara el punto álgido para así llegar, al unísono, ambos el orgasmo.

_Espera – le dije jadeante-, ¿Juan has follado alguna vez por el culo?

_No, no – repitió mientras jadeaba de cansancio y su sudor se mezclaba con el mío propio hasta hacernos parecer dos delfines unidos en el medio de una mar salada.

De vez en cuando lamíamos nuestro salado sudor con fruición y bebíamos nuestras lágrimas que surgían espontáneas de puro placer. Lamí su ano mientras el intentaba hacer lo propio con el mío cuando se encontró con aquel extraño artefacto de acero, en forma de anillo que surgía del agujero de  mi culo y que se encontraba unido por un cordel de nylon a algo oculto en mi interior y aunque pudiera suponer de que se trataba solo yo conocía porque ahí lo había puesto antes de salir de cacería.

_¿Que es eso? ¡No, no! Voy a hacerte daño cariño mío. Te amo. ¿Qué llevas ahí dentro?

_Nada de eso Juan, estoy entrenada para este menester, tira del aro despacito; pero sin miedo hasta sacar de mi interior lo que llevo dentro.

Con sumo cuidado y mayor suavidad, si cabe, fueron saliendo del interior de mi recto no uno, ni dos, sino hasta tres, cuatro, cinco y seis bolas chinas, del tamaño de un pequeño puño femenino, unidas por un cordel común. Sonreí al comprobar la cara de incredulidad y sorpresa de mi joven amante.

Juan escupió repetidamente la poca saliva, que aún le quedaba en su boca, dentro de mi abierto y dilatado agujero anal. Sin perder la erección dado que aún no se había corrido me penetró por detrás con suave cariño y precisión. Empezó a bombear intentando no producirme daño alguno y haciendo lo posible para no correrse aún hasta que la naturaleza ya no pudo ser frenada durante más tiempo. Mientras él continuaba con su trabajo que tanto placer e instrucción me estaba suponiendo yo nunca dejé de acariciar mi sediento clítoris el cual se encontraba inflamado, por el trabajo realizado, hasta tomar la forma de un diminuto pene.

En un estertor de puro placer, Juan eyaculó su semen dentro de mi recto y el calor del fluido seminal acarició el tubo rectal mientras Juan no paraba de bombear y extender el semen dentro de mí.

_¿Te atreves a ir a por otro Juan? – pregunté sin parecer acosante y taxativa.

_Lo que tu quieras mi amor, soy tuyo y te quiero más que a nada en esta vida.

_Déjate de tonterías que acabamos de conocernos  y vete a limpiar al lavabo, tienes la polla llena de mierda.

Cuando volví a tenerlo a mi disposición, me costó bastante más trabajo endurecer su mástil, mediante besos y más besos, pellizcos y más pellizcos, mordisquitos y lametones; pero al final nuestro mutuo esfuerzo y tesón lo consiguió enderezando y cargando la carabina de nuevo.

El muy cabrón volvió a follarme como si yo fuese su puta cabra; pero en cuanto noté que se encontraba a punto de volver a correrse le dije que acercara su polla a mis labios y continué mi trabajo de succión  hasta que volvió a darme la señal adecuada de que se encontraba a punto de resultar ordeñado.

_Ya,ya,ya… Me voy, Dios…mío, Dios…

Entonces retiré, con rapidez, la polla de mi garganta sin nunca dejar de acariciarla  con la lengua hasta que el lechoso jugo seminal, con menor fuerza que la vez anterior, inundo mi boca y mi lengua, cayendo el exceso por entre la comisura de mis labios, hasta cubrir algunas gotas mi cuello formando una especie de collar de perlas. Ingerí parte del semen y el resto lo mantuve en mi boca mezclándolo con mi propia saliva para compartirlo con el presunto juan, ese Humberto Romero que algún día, en el futuro, se convertiría, no me cabía duda alguna, en lo que no había dejado de ser nunca, la otra mitad de mi alma. Disfrutamos de la Champagne y de los canapés y lo dejé marchar a su casa.

Quedé, falsamente, con  Juan en el mismo lugar para el día siguiente, en aquella misma esquina de la Calle de la Ballesta de Madrid; pero Alba, yo, no acudiría a aquella cita, dejando al falso Juan, verdadero Humberto Romero, sumido en la más profunda y triste de las melancolías. El espécimen me había dado mucho más de lo que habría esperado para completar, mi sesudo trabajo de psicología sexual; pero había descubierto que no podría seguir siendo un sujeto válido para el estudio, pues habíamos terminado enamorándonos, sino es que lo habíamos estado ya, desde  antes del tiempo y hasta el final de los tiempos.

Ahora me encuentro en la esquina de una calle del Barrio de Chamberí, en Madrid, esperando alguna pieza digna para poder ser cazada. Ya se me han acercado varios drogadictos, viejos y tuberculosos y a todos los he despachado sin mayor problema; porque yo solo busco especímenes limpios y útiles para mi experimento con los que poder demostrar mi Tesis Doctoral. A saber, que no existe la adicción al sexo como patología médica sino una terrible represión moral, de carácter religioso, por parte del Sistema que constituye la Sociedad.

Espera Teresa me dije, por aquí regresa uno que vi pasar hace poco. Me vuelve a mirar, este es mío ya no se me escapa, si lo sabré yo, Alba la ninfómana.

Alba Koshinaji    

sábado, 4 de febrero de 2012

La niña y su prado



Mi niña bonita corría por el prado verde, prado mojado. Lleva un lindo calzado; pero de escarcha empapado.

Corre que te corre va, mi niña bonita. Las suelas de cuero resbalan, y la hierba del suelo la toma en sus manos. Manos verdes, que entintan y engalana su blanco y lindo vestido de lana.

Mi niña bonita no llora, mi niña sonríe porque en la boca, el prado, un beso le ha dado. Llega corriendo al lado de su madre y contenta le dice, mira mamá, te gusta el beso que mi novio me ha dado.

Como ¿tú novio?

El prado madre, dice mi niña, el prado es mi novio. Tan suave, tan tierno y verde, siempre lampiño de arena y un poco mojado.
 
La madre se ríe, mi niña la mira, mi niña sonríe y me señala con su linda mano. Mama, tú también tienes que querer a mi lindo prado.

ARALBA