lunes, 31 de octubre de 2011

¿REGRESO?

¡Que no se pierda la esperanza!
Tras treinta años, almas íntimas se encuentran.
-Reina, hace ya tiempo que no nos vemos. Tú casaste con alguien de tu propio Credo. Me he enterado. Te acompaño en el sentimiento por su pérdida. Yo por el contrario estoy divorciado y con un hijo.
-No sabes lo que me agrada verte de nuevo, Francisco. Yo también siento lo tuyo.
-No lo sientas, mi amor, la vida da muchas vueltas; pero en el fondo, se trata de una escuela con nota. Vosotros os apegáis a las tradiciones temporales. Creo que dais demasiada importancia a la manutención de la genealogía. Es natural cuando uno se siente parte del pueblo escogido. ¿Dónde quedamos los gentiles? Compartimos el mismo A.D.N.
-Hace tiempo, Francisco, que me percaté de ello. Nos empeñamos en ponerle un rostro a nuestro dios y curiosamente, esa faz, se parece sospechosamente a nosotros mismos. Si todo eso lo hubiera sabido entonces, ahora podríamos ser una pareja feliz, sin importarnos, a cada uno, la creencia del otro.
-Quizá, quizá no mi reina. Quizá todo hubiese acabado como el rosario de la aurora. Éramos muy jóvenes y sin experiencia, a pesar de ser almas gemelas.
-¿Almas gemelas, Francisco, que te hace suponer eso?
-Se me ha ocurrido al leer el último libro de nuestra amiga Esther “Déjalo, ya volveremos”. Nunca tuvimos la oportunidad de descubrirnos el alma. Yo también estuve en la pedriza y también sentí vértigo y también tuvieron que ayudarme a bajar.
-Es curioso, Francisco. Has leído el libro de Esther. Espero que te haya gustado.
-No me ha gustado, princesa, ha sido como sacar una página de mi propio corazón. Algo íntimo y atemporal. En el fondo pienso que todos somos parte de algo mucho más grande y que solo vivimos una pequeña porción de esa vida global. He sentido dolor y afinidad; pero entiendo que no ha surgido de mi corazón sino de nuestra única alma.
-Nunca supuse esa profundidad de tu persona; pero nuestras diferentes religiones nos separaron, entonces, sin remedio.
-Ya estamos juntos de nuevo, Reina y ahora hemos crecido. Somos adultos y podremos encaminar nuestras vidas tal y como deseemos. Muchos judíos fueron expulsados durante la edad media; pero otros permanecieron ocultos tras otros velos, dando, en apariencia, la espalda a sus creencias. ¿Acto de cobardía? Más bien pura supervivencia. Nuestra tradición culinaria lo avala. Ha pasado mucho tiempo y las costumbres se fundieron con las de los gentiles.
-Hay una diferencia, hermano del alma, nosotros tenemos una larga lista, ininterrumpida, de antepasados. Vosotros solo conocéis a vuestros allegados. Padres, abuelos y poco más.
-Perdimos nuestro pasado; pero en el fondo, Reina, ¿No crees que estamos tan perdidos el uno como el otro? Si pudiésemos dar un salto en el tiempo hasta el origen de todo ¿Qué encontraríamos? Acaso el vacío. Otra cosa. Algo que inunda nuestro corazón de nostalgia por un mundo original perdido. La diferencia es que vosotros, ese mundo celestial, lo materializáis y lo convertís en historia; pero en el fondo ¿importa demasiado? Tu abuelo republicano pudo ser masón. Mi tío Jun murió en el bando republicano en la batalla de Ebro.
-Francisco…, yo.
-¿Nos damos otra oportunidad, Reina?
-Hace años te dije mi Amor: Déjalo, ya volveremos. Hace años, Francisco, dije a mi familia las mismas palabras. ¿A dónde? ¿A la tierra que abandonamos, Israel, Sefarad o Tetuán?
Francisco lloró
Reina tomó el rostro del amigo entre sus manos y besó sonriendo sus lágrimas.
-Ya basta –dijo la mujer-, hemos vuelto para quedarnos.
Dos almas se fundieron en un intenso abrazo, dejando atrás el dolor y dando la bienvenida a su perdida felicidad.

Aralba

jueves, 27 de octubre de 2011

La princesa Emperatriz está enferma (José Jorquera Blanco)


 Para Mariano


Ilustración de Paola Bogetti
Las estrellas brillaban muy intensamente en la tranquila noche de la Ciudad Sueño. La luna llena resplandecía bañando con sus rayos la torre real, justamente donde se encuentra la habitación de la princesa Emperatriz y su consorte, el poderoso y sabio hechicero Filiberto. Las estrellas titilaban con sus distantes guiños hacia la tranquila pareja que dormitaba en la suave y mullida cama. Entonces, un soplo de aire gélido golpeó el balcón acristalado, haciendo que éste se abriese abruptamente, levantando los cortinajes y apagando las escasas velas que permanecían encendidas en la habitación del joven matrimonio. El frígido hálito llegó hasta los durmientes introduciéndose por los labios sonrosados de la princesa Emperatriz, que despidieron un ligero rumor, como un nombre pronunciado débilmente en vano; haciendo que el mensaje se perdiese en el tiempo sin que nadie lo escuchase...

Mientras, la madera de la puerta golpeaba violentamente la pared hasta el punto de casi romper los cristales. Filiberto despertó ante el estrépito que escuchaba, y tras abrir sus ojos, sintió el aire glaciar que erizaba su piel. Se incorporó de inmediato y avanzó sin muchos problemas a cerrar los balcones de la habitación. La luna, que se encontraba en pleno apogeo, permitía ver al joven hechicero sin problemas, y se sintió mejor cuando el chorro de aire frío se detuvo ante los cristales.
Con dos gestos de su mano dirigidos hacia los gruesos cortinajes, éstos se alargaron en toda su extensión bloqueando la claridad de la noche. Caminó a oscuras hasta la cama, y se introdujo en la calidez que transmitía, abrazando a su querida esposa y besándola tiernamente desde la espalda hasta la nuca.

Pero la princesa Emperatriz no se movió.

Su cuerpo permanecía rígido, sin el menor signo de vida. Aterrado, gesticuló creando una esfera de luz blanca encima de la cama, justo debajo del dosel, para ver a su amada. Su rostro de mejillas sonrosadas y de tez pálida parecía encontrarse bien, pero su cuerpo estaba frío como una estatua esculpida en carne: una carne firme e impávida pero suave al tacto.


Cerrando sus ojos y concentrándose percibió el halo mágico que envolvía a la princesa. Una poderosa magia se había adueñado de ella dejándola atrapada dentro de su propio cuerpo. Y la rabia se abrió paso en él mientras empujaba violentamente las puertas de la habitación y pidió ayuda a los criados.

Tan desesperados eran sus gritos, tan apremiantes las llamadas, que el palacio entero despertó. Los sirvientes se pusieron en marcha con una celeridad inusitada, y no tardaron mucho tiempo en llegar las malas noticias a oídos del rey, que acudió a los aposentos de su hija con presteza.

El servicio personal de los futuros consortes llegó a la habitación portando luces y armas, sin saber bien qué habría podido alarmar a un poderoso maestro arcano.
Al mirar detenidamente a la joven princesa, la sorpresa se transformó en pena cuando comprendieron lo que había sucedido. La apariencia exánime y mortuoria de Emperatriz lo decía todo... y no pudieron evitar ponerse tristes, ni que sus ojos se humedeciesen con saladas y amargas gotas de dolor, pues tal era el amor que profesaba la princesa hacia sus súbditos, que no había nadie en todo el reino que no sintiese un profundo y sincero afecto hacia ella.

Siguiendo las vociferantes órdenes de Filiberto, trajeron agua caliente para intentar reanimar su cuerpo helado. Pero era inútil. Parecía como si el calor, que empezaba a caldear su cuerpo, no fuese suficiente remedio. Cada vez más y más preocupado aprestó a la servidumbre para que le trajesen las pociones de su laboratorio, justo en el momento en que la reina se sentaba en la cama y acariciaba con suma ternura el rostro de su amada hija. Y las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras besaba sus esponjosos carrillos.

—¿Qué ha ocurrido mi querido Filiberto? ¿Cuál es el estado de mi pequeña?

—Parece presa de algún poderoso hechizo. Pero no se preocupe, he mandado a buscar mis utensilios y brebajes.

Si algún maleficio ha sido lanzado a la princesa, él mismo lo descubrirá
. —pensó el rey asintiendo.
Y se acercó a su esposa para estar con ella en estos momentos difíciles.

Filiberto probó todos sus remedios contra venenos, derramó sus pócimas, aplicó sus ungüentos y lanzó poderosos encantamientos para liberarla, pero su hermosa esposa permanecía sumida en un misterioso sueño, para su desesperación y la de los monarcas, que observaban, anhelantes, algún resultado por parte de su yerno que nunca se producía. Algo estaba pasando por alto, pero no conseguía llegar hasta ello. Algo extraño...

¡Un sueño! Eso es, la princesa ha sido apresada en el plano astral

—Quiero que mantengáis su cuerpo caliente, algo ha atrapado el alma de mi amada esposa en el plano astral y he de ir a rescatarla.

Los criados susurraron asustados, y el rey tuvo que sostener a la reina que sucumbió a la tensión desmayándose mientras musitaba: «mi niña, mi niña…»

—Por eso —inquirió Filiberto, obcecado y ajeno al estado de la reina— es muy importante que su cuerpo no pierda calor. Y que la habitación esté llena de aire limpio. Además, sus doncellas no deben perder ningún detalle. Han de encontrarse en todo momento junto a ella, por si su temperatura disminuyese o aumentase con repentinas fiebres.

—Filiberto —dijo el rey emocionado—, el hijo que nunca tuve y conseguí a través de mi pequeña. Sé que harás todo lo posible por rescatarla, y que no regresarás hasta que ella esté contigo. Recibe pues mis bendiciones y mi amor para que realices tu difícil cometido.

También emocionado, Filiberto quiso decir algo tras las sentidas palabras del rey, pero no pudo y simplemente asintió con la cabeza. Después, sin perder un segundo más, corrió escaleras arriba hasta su torre de investigación.

El viaje al plano astral era peligroso, como bien sabía, a pesar de su magia, sus poderes quedarían mermados considerablemente, y, aunque rescatar a su amada esposa se convertiría en una tamaña empresa, ningún resquicio de duda hacía mella en él. Volvería con ella o no volvería.

Rebuscó en los cajones de su laboratorio las extrañas hierbas que permitían conectar su mente con las esferas superiores e inferiores y las tragó sin apenas masticarlas, su sabor amargo le adormecía la lengua y comenzó a desplazar su mente. En un estado de aturdimiento, con sus sentidos embotados y sin apenas equilibrio, se colocó frente a un enorme espejo... ¡Y lo atravesó!

El tránsito se produjo de forma rápida, y, mientras su cuerpo permanecía en pie tras el cristal, su forma etérea y vaporosa flotaba en el no espacio que conformaba el Reino Astral.
Rápidamente una membrana protectora envolvió al hechicero con una aureola de luz violeta que brillaba a través de su contorno.

En este plano viven las más grotescas formas y las más terribles pesadillas. Así que apropiarse de una buena defensa era algo necesario y en extremo útil…

Es difícil describir un reino donde todo está a punto de ser y a la vez existe, donde a cada paso las formas no esbozadas y etéreas cambian, se construyen y se transforman. Donde todo es indefinido e irreal, pero a la vez familiar y parecido… En el que lo cotidiano se vuelve vulgar y lo inexplicable y asombroso en algo fantástico y tan frecuente como el color grisáceo que parece envolverlo todo… Un mundo neblinoso, amorfo e infinito... sin límites aparentes. Un lugar de blancos, negros y grises... de apagados y vivos colores fluyendo hacia delante sin detenerse como en un enorme torrente vaporoso.

Filiberto el sabio, se concentró en el rostro de su amada, sus cabellos largos y sedosos, sus ojos penetrantes y dulces, y en la sonrisa que le entregaba cada mañana entre unos pómulos sonrosados. Mientras se desplazaba, porque ni caminaba ni corría, era como si simplemente avanzase pensando o deseando ir en una dirección, observó en la lejanía cómo muchas de las formas inacabadas comenzaban a tomar cuerpo y a solidificarse, si es que las irreales presencias pudieran hacerlo realmente y no fuese todo una impresión suya, pero el caso era que Filiberto había llegado a El Rincón del Forjador de Ideas.

En este lugar se materializan las invenciones y conceptos de los Seres Humanos. Una zona en la cual los soñadores, los creadores... dotaban de forma a las ideas perdidas; allí donde los diversos conceptos surgen de forma espontánea, siendo paridos a través de un caos primigenio preñado de nociones, tallados con el material de la imaginación y barnizados a través del alma humana.

Un espacio fascinante y misterioso a la vez, asombroso y sorprendente, pues de aquí surgían formas y esencias nunca jamás vistas, a través de la inmortalidad del alma humana, que impregnaba de su conocimiento divino a las concepciones ideadas.

Filiberto se acercó hasta una familiar forma, y sonrió al reconocer el artefacto que había diseñado: un recolector de luz lunar.  Lo usaba para condensar los rayos de Selene e introducirlos dentro de una Adularia y así usar su energía.

Intentó no distraerse con todas las maravillosas e interesantes invenciones, pero a medida que avanzaba se le hacía más y más difícil… Tantas ideas, tanta sabiduría oculta… Le tentaban a cada paso que daba… Artilugios voladores propulsados por unas extrañas aspas de molino, movidas a velocidades vertiginosas, también una especie de barco que se sumergía bajo el agua, inmensos telescopios para observar los planetas. Y cuando se reclinó para recoger una extraña pieza metálica, recordó el motivo de su visita.

Su dulce y amada princesa…

Emperatriz se encontraba atrapada en este reino, y su cuerpo físico podría morir si no devolvía pronto la ausente alma a su cuerpo. Se concentró en salir rápidamente de allí, y ahora comprendía los profundos peligros ocultos del Reino Astral. Cualquiera podría quedar atrapado en sus misterios…

Sin apenas darse cuenta, comenzó a avanzar muy rápido, casi como si estuviese bajo la influencia de un hechizo de vuelo, o, al menos, esa fue la sensación que le produjo. A medida que se introducía más profundamente, los colores comenzaron a teñirse y difuminarse, la oscuridad era cada vez más patente, y la densidad de las formas comenzaba a tomar verdadera consistencia. Se estaba adentrando en el lugar donde nacen las pesadillas; un lugar brumoso y traicionero. Peligrosamente mortal… El Rincón del Forjador de Sombras.
La luz se tornó escasa por momentos, tanto, que se vio obligado a conjurar una diminuta esfera de luz con bastante esfuerzo. Tan pálida y rutilante que apenas servía para iluminar el sendero, pero sí para intuir a las reptantes y acechantes criaturas que retrocedían exorcizadas por la luz.

La sensación de estar permanentemente acechado acongojaba a su espíritu, que le instaba a huir tan lejos como pudiera de allí, pero su misión era bastante clara y no cejaría en su empeño. Debía rescatar a su amada Emperatriz.

La negrura comenzó a rodearle cada vez más y más.

Su aura violeta se oscurecía, las tinieblas iban ganándole terreno. Todo se ensombrecía, enturbiaba sus sentidos, eclipsando finalmente la esfera blanca de luz. Rodeado de una oscuridad opaca que se le pegaba como una segunda piel y que luchaba por arrebatarle la envoltura morada, procurando penetrarla para llegar a su propia esencia, intentando robar su propia alma para alimentarse de ella. Debía escabullirse de éste lóbrego lugar cuanto antes, sin perder tiempo, puesto que todo acabaría tan rápido que ni siquiera sabría que estaría muerto cuando sucediese.

Algo parecido a un tentáculo comenzó a rodearle el tobillo, pero lo soltó rápidamente al entrar en contacto con el fulgor de su aura de protección, la cual menguaba por momentos en este velado sitio. Debía restaurar su fuerza o estaría acabado.

Un sonido chisporroteante, que le recordaba al que escuchaba al lanzar sus poderosos relámpagos, y un fuerte dolor en su espalda le hicieron caer hasta una superficie fosca y, aparentemente, pedregosa. Conjuró con excesivo esfuerzo un escudo espiritual, que permitió ver a la velada bestia que se escondía, que poseía poderosas y enormes fauces y afiladas y mortíferas garras que lanzaba contra él. Un gigantesco lobo negro que aterroriza a todos los pequeños en las noches silenciosas, el lobo feroz devorador de niños molestos y díscolos, el terror nocturno infantil de millones y millones de almas, dotado de una fuerza y brío extremos, una auténtica máquina para engullir los pequeños cuerpecitos asustados y a aquellos locos u osados que se atrevían a cruzar sus dominios.

La bestia se lanzó, surgiendo, otra vez el sonido chisporroteante al entrar en contacto con Filiberto, pero esta vez ésta consiguió embestirlo y volcarlo. Sus dentelladas se estrellaban ante la resquebrajada égida con un chasquido seco y potente. Si las poderosas fauces conseguían quebrarlo, lo siguiente sería que esos dientes afilados seccionarían su cabeza. Se levantó empujando con todas sus fuerzas para liberar el brazo derecho, una vez lo hubo logrado con sumo esfuerzo, extendió su palma y susurró sin palabras pensando en complejas y antiguas palabras arcanas. De pronto una llamarada azul brotó de su mano, una lengua de fuego que se intensificó y alargó hasta convertirse en una poderosa lanza.

Ahora era su turno de golpear al engendro de las sombras.

En la siguiente acometida del ente umbroso, Filiberto bajó su escudo mientras sostenía firmemente la lanza añil que perforó el abdomen de la bestia. Aulló de una forma sobrecogedora y terrible, pero no sucumbió, sino que corrió lejos de allí ensartada por el asta que ardía con color índigo y con una lacerante herida en sus entrañas.

La negrura pareció replegarse ligeramente, y la vista enturbiada que era eclipsada por el mortecino lugar comenzó a distinguir la distante luz al final del túnel. Su halo recuperó su brillo y el color cambió a un azul cielo suave y reconfortante. Había conseguido librarse de El Rincón del Forjador de Sombras y pensaba con optimismo y alegría que lo peor había quedado atrás.


La claridad terminó por expulsar a las sombras, y Filiberto pudo comprobar que en las heridas provocadas por las alargadas y punzantes garras de la bestia, fluía un líquido denso de tono rojizo. Se sorprendió al comprobar que incluso en el Reino Astral también se sangraba. Aunque no era algo físico, sino más bien como una pérdida de energía, debilitante y molesta, así como irritante. 
Por suerte cesó tras taponarlas con las manos durante unos instantes, ya que sentía que se sellaban bajo la energía de su aura corporal, que, además de escudarle y proporcionarle luz, aparentemente cerraba las heridas energéticas en este mundo como pudo comprobar, incrédulo.

Sin apenas darse cuenta, comenzó a caminar apoyando los pies y dando un paso tras otro. A medida que continuaba su viaje el suelo comenzó a tomar una textura fina y suave, y los colores oscuros se desdibujaban en tonos cobrizos con delicadas capas ocres. La superficie se tornó suave y arenosa, Filiberto notaba los minúsculos gránulos resbalar por sus pies y no pudo reprimir el preguntarse si se estaba adentrando hacia un profundo desierto. Y tal era el lugar al que se dirigía, pues se encontraba en El Rincón del Forjador de Enigmas. Allí donde los misterios han de ser resueltos por los viajeros o por contra acaban atrapados en ellos sin posibilidad de escapar de allí hasta haberlos completado.

Tras unos instantes, que bien pudieron ser horas o segundos, divisó una forma de piedra enorme; una muralla que cercaba la arena y se extendía hasta más allá de la vista. Al acercarse más, intuyó, más que observó, que, subida a la muralla se hallaba una mujer de mirada feroz, de presumibles ojos atigrados y rizados cabellos, que observaba su lento avance a través de las dunas. Su mirada, estaba seguro, era penetrante y le transmitía, incluso en la distancia, toda su malicia. La mujer, de extrañas y aún indeterminadas formas, que por su movimiento, parecía caminar por encima de la muralla, cercada por quién sabe qué. Filiberto, a pesar de sus esfuerzos, tampoco veía puerta alguna por dónde entrar. Así pues, el sabio se preguntó qué estaría custodiando ella exactamente y por qué él no era capaz de encontrar la entrada. Minutos después, más cerca de la muralla, Filiberto pudo observar con más detalle a la fémina: sus pechos desnudos y voluptuosos, se mantenían erguidos mientras continuaba su caminar gallardo y ligero, felino y elegante, a lo largo de la muralla. Él sonrió, comprobando, con todo lujo de detalle, aquello que la distancia y el ángulo de visión le impedían contemplar, que la mitad de su torso se unía a un cuerpo de león; de ahí su enorme agilidad. Filiberto observó también cómo sus largos brazos terminaban en zarpas de largos dedos y terroríficas uñas, pues ella era laEsfinge, la Guardiana de los Secretos.
—¿Qué te trae a mis dominios? ¡Oh mortal imprudente!

Filiberto llegó finalmente hasta el mismo pie del muro de piedra, bastante antiguo y gastado pero que dejaba ver aún una gran firmeza a pesar del largo paso de los años. Alzó su vista. Se sentía muy pequeño en comparación con el tamaño de la híbrida mujer, pues ésta alcanzaba unas enormes proporciones, y su sombra, proyectada por el brillante sol, oscurecía gran parte del suelo. Filiberto calculó que ella mediría unos treinta metros de largo, e irguiendo su cabeza, podría llegar hasta los diez metros de alto.

—Vengo a buscar algo muy querido que me ha sido arrebatado a la fuerza.

La esfinge, sorprendida y curiosa, se agachó y, apoyándose con sus manos felinas en el borde de la muralla, asomó la cabeza.

—¿Y qué es eso tan querido que te ha sido arrebatado? —preguntó mientras se cruzaba de brazos, reposando su cabeza en las patas delanteras y extendiendo sus alas emplumadas, que poseían una blancura de inusitada belleza, brillando bajo la luz del sol justo antes de replegarlas.

—Mi esposa, mi amada esposa Emperatriz se halla atrapada en este Reino Astral, y me es preciso ir a buscarla para traerla de vuelta y evitar que muera.

La esfinge sonrió, sus labios formaron una línea alargada que se parecía más a una mueca, sumamente perversa, que a una sonrisa; ésta recordaba a la mirada pícara de un gato a punto de devorar a un sorprendido pajarillo.

—Lamento tu pérdida —dijo con aparente sinceridad— pero para encontrarla deberás cruzar el laberinto.

—¿Un laberinto?

La esfinge asintió divertida ante la sorpresa que mostró su visitante, sugiriéndole a ella que, efectivamente, no pertenecía a este plano de existencia. Por un instante sintió lástima de él, pero fue tan solo un instante.

—Esta muralla que ves, es uno de los largos muros que lo circundan. La única forma de salir de aquí es atravesarlo. Los que no entran… bueno, perecen en este desierto.

Filiberto miró al cielo, soleado, y sintió algo parecido al calor y una sensación de sed, casi como si al sugerir los peligros a los que se exponía, las sensaciones tomaran más consistencia y fuerza.

Así que las opciones son sumamente escasas —pensó— pero si la única forma de salvarla es cruzando el laberinto. ¿Cómo diablos se entra?

La esfinge, que empezó a andar silenciosamente como un gato juguetón, no le quitaba sus fieros ojos de encima, como si estuviese dispuesta a saltar encima de él al menor descuido, y eso le irritó, forzándolo a hacer aquella pregunta que se deslizaba suavemente por su cabeza.

—Si la única forma de salir de aquí es atravesando el laberinto. ¿Cómo puedo entrar en él?

El rostro de ella se iluminó, y la desbordante belleza hierática que poseía, irrumpió, no pasando desapercibida para el hechicero. Una hermosura peligrosa, esa beldad terrible y cautivadora, sensual y tórrida que le hizo ruborizarse ante aquella atracción no exenta de riesgo, un riesgo que cualquiera se atrevería a asumir, ante la excitante y sugerente recompensa.

—Yo soy su guardiana. Para poder pasar deberás responder correctamente a un acertijo. Si lo aciertas, abriré la puerta para que te enfrentes al laberinto. Si fallas… bueno, si fallas dará igual. —La mirada de la esfinge se oscureció, y Filiberto sintió la muerte en la profundidad de sus cautivadores ojos color miel.

—Plantea tu enigma, ¡oh poderosa y misteriosa guardiana!

Ella sonrió ante el elogioso cumplido y se puso en una posición tensa, con sus miembros flexionados para saltar en cuanto el desafortunado fallara su pregunta.

—Vuela y no tiene alas, susurra y no tiene boca, va corriendo de un lado a otro y nunca se agota...

Filiberto meditó tranquilamente la cuestión planteada.

Algo que vuela sin alas. Un hechicero, pero los hechiceros tienen boca. Tal vez sea una hoja de árbol que vuela arrastrada por el viento, pero éstas no susurran

Filiberto sonrió y se colocó enfrente de la terrible y seductora Guardiana de los Secretos, que lo observaba con excitación e impaciencia.

—Tengo tu respuesta, Gran Señora.

Ella se tensó, dispuesta a devorarlo en un momento; preparada para saltar tan rápido como un resorte encima de él.

—¿Y cuál podría ser, mi querido visitante?

—El viento.

La esfinge abrió sus poderosas fauces y lanzó un rugido, tan alto y tan fuerte, que Filiberto trastabilló para caer de culo en la suave y mullida arena. Desesperado, intentó realizar un simple hechizo de protección para defenderse del súbito ataque, pero para su sorpresa comprobó, impotente, cómo la pared del laberinto se desplazaba para darle paso a su interior.

—Enhorabuena visitante. Te deseo suerte en tu empresa. Ahora deberás enfrentarte a sus peligros para proseguir con tu misión. Ha sido un placer y una agradable sorpresa.

Y así, sin más, desplegó sus hermosas y deslumbrantes alas y voló, con presteza, lejos de allí, desapareciendo entre la luz del ardiente sol del desierto.


Las paredes se cerraron tras su paso, y ya en su interior, notaba cómo la sensación de agobio aumentaba por momentos, debido, en parte, tanto a la altura de los muros como a la estrechez de los pasillos. No intuía ni podía determinar alguna dirección lógica, y las encrucijadas, que eran constantes, lo complicaban en demasía: escapar del laberinto se estaba convirtiendo en una tarea ardua.

Pasillos. Giros. Curvas...

Pasillos. Giros. Curvas...

Pasillos. Giros. Curvas...

Incapaz de saber cuánto tiempo llevaba dando vueltas, ni de si quedaría allí atrapado sin poder rescatar a su princesa, Filiberto golpeó las paredes, intentando derribarlas en un acto de frustración y rabia. Pero los sólidos muros permanecían en pie, impávidos a los fútiles intentos de un hombre extenuado y desesperanzado. Aun así, él no se rendiría tan fácil; no dejaría que una simple pared lo detuviese. ¡Eso jamás! Remontó el vuelo para sobrevolar el laberinto, pero las paredes se alzaban a medida que ascendía, cada vez más y más, impidiéndole el paso, cercándolo como a un ave enjaulada. Sorprendido, pensó en otra brillante idea para salir de allí: probó a atravesar las paredes con un conjuro de intangibilidad. Por desgracia, éstas le repelieron violentamente en cuanto entraba en contacto con la muralla, igual que si fueran campos magnéticos con la misma carga, y cuanto más impulso tomaba y más fuerza usaba, igual de violento era el embate que recibía. Tras varios intentos fallidos, tantos que había perdido la cuenta hacía tiempo, Filiberto se derrumbó en el suelo, derrotado. No conseguiría salir de allí… no encontraría a su esposa, y ambos perecerían en este reino, solos, separados el uno del otro; lejos del hogar y con el corazón vacío. Algo parecido a las lágrimas se derramó de sus ojos. Las burbujas perladas flotaron entonces en el aire hasta caer al suelo, golpeándolo con un sonido acuoso. Fue entonces cuando escuchó un gorjeo a su espalda y notó la presión en su hombro mientras el dragoncito de la princesa Emperatriz se materializaba.

Aunque conocía la existencia del pequeño dragón de tonos anaranjados, no había llegado a verlo nunca, porque además de ser extremadamente sigiloso y tímido, poseía la rara habilidad de hacerse invisible a voluntad. Esto, no hubiese supuesto un problema para el poderoso hechicero, pero la naturaleza del draco era tan extraordinaria, que incluso le concedía una inusitada resistencia a su magia y hacía que fuera prácticamente imposible verlo sin que él lo deseara, incluso cuando utilizaba algún que otro poderoso método mágico de detección…

Revoloteó delante de él colocándose a la altura de su rostro. Dio tres vueltas en el aire dibujando un círculo mientras emitía sus suaves gorjeos, hasta que una vez finalizó el último giro, salió volando en línea recta seguido por un entusiasmado Filiberto.

Sin una noción clara del camino que había seguido, pues tantos quiebros, vuelcos y largos pasajes, le desorientaban, fuera como fuere ambos habían llegado hasta una enorme arcada, rodeada de enredaderas y yedra. Ésta, daba paso a una bella extensión de prados de color esmeralda, y más allá, a muchos hermosos valles floridos; maravillosos ríos y arroyos plateados, que lanzaban destellos cuando la luz se reflejaba en ellos.

Cuando Filiberto se detuvo para contemplar las maravillas de El Rincón del Forjador de Sueños, apenas se percató del desvanecimiento de su alada ayuda, pero algo en su interior le decía que aquí no lo necesitaría…

Sentía el tacto húmedo de la hierba alta que se mecía, suavemente, a causa de una juguetona brisa. El olor del polen llenaba sus fosas nasales con un aroma dulzón y empalagoso, que le embotaba los sentidos. Los delicados pétalos le acariciaban las piernas, evocando el roce suave y sensual de una hermosa ninfa de los bosques; las argénteas aguas del río que atravesó, le tonificaban y relajaban a medida que se dejaba imbuir por su reconfortante frescura. Se adentró en la profundidad de un bosque densamente poblado dónde los troncos anchos conferían a los árboles bastante altura y envergadura; con múltiples y frondosas ramas repletas de vida.

La inmaculada belleza del lugar cautivó al sabio hechicero hasta que llegaron a él ligeros susurros en el aire, voces… tenues ecos… ¡Llamándolo! Tan cercanos que parecían hallarse casi al alcance de su mano, pero que una vez encontrados se volvían, extrañamente, lejanos. Una búsqueda misteriosa que dio sus frutos al llegar a un pequeño claro del bosque donde se alzaba un círculo de piedras, en el que doncellas cubiertas de hojas de roble, castaño o sauce, canturreaban y susurraban bailando en círculos. Sus movimientos rítmicos y cadenciosos hacían que de vez en cuando se desprendiesen algunas de las hojas que cubrían sus torneados cuerpos.

La música sonaba armoniosamente interpretada por un fauno de cuernos y patas de cabra haciendo cabriolas y saltos, mientras entonaba con fuerza la cautivadora melodía de su flauta. Tantas veces confundidos con los lascivos sátiros, estos pastores del bosque aprecian la compañía de las dríadas, ninfas y hadas por encima de cualquier otra cosa, exceptuando su música. Lejos del excesivo deseo carnal de sus primos de linaje: los sátiros; que por desgracia tan mala fama los ha reportado (hasta el punto de llegar a confundirlos como si fuesen los mismos seres) los faunos poseen un sentido agreste y una mayor comunión con la tierra y todo lo que crece en ella. La diferencia radica en que los faunos cuidan y protegen el bosque, así como velan por todas sus criaturas; actuando igual que un hermano mayor, ganándose así el título de guardianes o pastores del bosque. Los sátiros en cambio, sólo buscan calmar sus más bajos instintos, persiguiendo y embaucando a aquellas (a veces a aquellos) que se adentran por sus territorios.

Filiberto sintió los largos brazos que le envolvían como las caricias de los vestidos tejidos en seda, y lo guiaron hasta el círculo de baile. Dejándose llevar con bastante buen placer en las acompasadas danzas, comenzó con giros y saltos armoniosos al son de los dulces soplos de la flauta, que le hacían perderse entre las risas, las curvas, los sonidos y el goce. Incluso el cansancio no parecía hacerle mella, sino que cada vez quería más y más…

Agacharse y atravesar los brazos perfumados de sus compañeras, ver los largos cabellos flotando al viento, disfrutándolo y deseando que no terminase nunca: bailar en felicidad hasta la eternidad…

Un ligero traspié lo hizo rodar por el suelo hasta que se golpeó contra un tronco seco, y el dolor desembotó sus sentidos embriagados de regocijo y esperanza.

Las lisonjas y la música comenzaban a envolverlo nuevamente. Desesperado empezó a correr con el corazón encabritado, tapándose los oídos con fuerza para evitar caer en las tentaciones de los maravillosos sueños; huyendo de aquello que más deseaba su corazón. Anduvo durante tanto tiempo sin rumbo que se derrumbó agotado. La humedad del rocío en sus manos actuaba como un bálsamo para calmar el ardiente calor que envolvía su cuerpo. Y mientras recuperaba el aliento, se preguntó cómo sería capaz de encontrarla en este mundo inacabable lleno de tentaciones, deseos e ilusiones. Golpeó la tierra con rabia una y otra vez, sin apenas percatarse de lo que sucedía a su alrededor, hasta que alzó la vista ante una misteriosa descarga de claridad.

Un luminoso haz de arco iris se curvaba en el cielo para detenerse en el lugar donde se hallaba el Palacio de Cristal. Morada del Amo del Reino Astral
El resplandor procedía de allí, ¡no cabía duda alguna! Cuando los rayos dorados del sol tocaban el cristal de sus paredes, éstos proyectaban los colores del espectro como lo harían con un prisma, llenándolo todo de claridad: allí era donde se encontraba su princesa cautiva.

A pesar de ser la prisión de su amada, Filiberto se maravilló ante la hermosa belleza del lugar. Esta beldad hipnótica tan característica de este plano, hacía perder cualquier noción de la realidad. Él sabía que no debía demorarse más ya que tenía que proceder al rescate con presteza, o todo estaría perdido. No podía saber cuánto tiempo habían estado en el Reino Astral, y eso podía suponer la muerte para cualquiera de los dos. Y acabar vagando con sus almas inmortales por toda la eternidad aquí, ya no le resultaba tan atractiva.

El Palacio de Cristal estaba erigido por deseo expreso de Imegpeius, el Señor del Sueño, en lo más recóndito de este plano, justo en los límites de su reino. Esculpido con su propia fuerza mental, ya que según lo iba imaginando éste se iba solidificando y tomando forma ante sus propios ojos. (Exactamente igual a lo que ocurre con cada idea que brota de este reino).

Ninguna verja rodeaba su morada, sino que poseía un jardín de flores, árboles y plantas de cristal, incluidos unos pequeños insectos vidriosos saltando y revoloteando por doquier. Tras atravesar el transparente vergel se imponía la ostentosa fortaleza que punzaba al cielo, alzándose orgullosa, con una torre a cada lado, que eran las responsables de proyectar los deslumbrantes rayos multicolores cada vez que la luz rozaba su superficie. En el mismísimo centro de la cara norte de la construcción se hallaban dos portones, los cuales cercaban la única entrada al lugar. Los empujó con dificultad, pues aunque era de materia cristalina, su grosor y peso eran bastante considerables, y a pesar de la transparencia propia del material no permitían ver lo que ocurría en su interior.

Descubrió un enorme recibidor, donde las escaleras ascendían a derecha e izquierda, y en cuyo inicio reposaba a ambos lados una majestuosa gárgola. Las dos poseían una grotesca cara tallada con una mueca retorcida y agónica que inquietaba; sus alas se alzaban totalmente extendidas y amenazantes, como si fuesen capaces de envolver a cualquier distraído visitante. Recorrió el pasamano y la escalera con su vista hasta llegar a la balaustrada, que se encontraba protegida por otras dos estatuas de soldados con armadura y alabarda. Sin saber bien si las parejas pétreas formaban parte de la decoración, o, por el contrario, eran los guardianes del lugar, Filiberto conjuró un simple hechizo de invisibilidad con bastante dificultad, como siempre que recurría a la magia en este plano. No todos poseen el conocimiento para saber que en el Reino Astral las corrientes mágicas no fluyen de igual forma que en el mundo material. Aquí los hechizos más mundanos se convierten en algo arduo, quedando descartado cualquier uso de poderes mágicos más avanzados ante la más que probable imposibilidad de lanzarlos. Tan sólo los magos más poderosos son capaces de recurrir a ellos, y por desgracia a pesar de su sabiduría y poder, Filiberto no posee tanta maestría en las dotes arcanas.

Internándose bajo el manto de ocultación mágico cruzó a través de los guardianes, que al sentir su presencia se movieron de una forma rígida, mecánica y aterradora. El hecho de ver volar a las gárgolas con sus alas batiendo en el aire y sus ojos penetrantes indagando en la oscuridad lo asustó. Llegándose a preguntar si acaso serían capaces de ver lo invisible y de descubrir su presencia. Pero para fortuna de Filiberto, éstas fueron incapaces de detectar al intruso, volviendo a su posición de reposo replegándose todas ellas de forma asombrosa.

Enfilando los largos pasillos del interior levitaban, a ras de suelo, unas estatuas que vigilaban portando afiladas hachas, talladas con armadura completa. Avanzaban con bastante rapidez, cosa que hacía difícil a Filiberto el esquivarlas, ya que estas flotantes patrullas aparecían por doquier y no había ningún rincón del Palacio de Cristal sin proteger. Al inspeccionar detenidamente la residencia encontró habitaciones, salas y objetos construidos con el vidrioso material; aunque al tacto y a la vista recordaban al cristal, realmente estaban hechos de un tipo de material muy distinto: la esencia pura en la que toman forma y se solidifican los sueños.

Escudriñó las más variadas estancias. Un salón de baile provisto de espacio suficiente para una orquesta. Las grandes vidrieras para iluminarlo estaban decoradas con gruesos cortinajes recogidos a cada lado por unos cordeles. La estancia tenía unas vistas directas al jardín, para realzar el encanto del lugar e impresionar a las visitantes. Halló un comedor para más de cien comensales, con la mesa dispuesta en una variedad de piezas de vajilla de gran artesanía. La iluminación procedía de unos candelabros de gran tamaño con varios brazos, y de una araña de luz perlada, que suspendida en el aire, recordaba a cientos de diamantes engarzados en el engranaje simétrico que conformaba la lámpara, parecida a la forma de algún fruto granuloso como las frambuesas o las moras.

Se encontró con múltiples dormitorios, una sala de recreo bien surtida, igual que el salón de esgrima, que contaba con alguna de esas extrañas armaduras flotantes como contrincante. Y más adentro del lugar se topó con una sala para recepciones, disfrutó de varias bibliotecas de tres plantas repletas de volúmenes y conocimiento, y con algún que otro estudio mágico. ¡Tan solo le quedaba por descubrir las cocinas y se sentiría como en cualquier otro palacio que hubiese visitado! Quienquiera que habitase aquí, se rodeaba de pompa y belleza por doquier. No en vano aquí residía el Señor del Sueño monarca del Reino Astral.

Filiberto descubrió un pasadizo estrecho en el más subrepticio de los emplazamientos, conduciéndolo hasta el mismísimo salón del trono, justo detrás de donde se encontraba Imegpeius. Él parecía encandilado observando un espejo ornamentado con un marco de madera dorada. Incluso desde su precaria posición distinguió las líneas y dibujos que lo recorrían, pero lo que más le sorprendió y aterró era que dentro del espejo ¡flotaba el alma atrapada de su esposa!

El Amo del Reino Astral se maravillaba con la perfección, belleza y finura de la agraciada princesa Emperatriz. Con su espíritu inmortal prisionero en el Espejo de Almas, podría deleitarse con ella por perpetuidad, acabando por fin con su larga existencia solitaria.

—¡Ah! Mi querida Emperatriz. ¡La más hermosa de las hermosas doncellas! Princesa de la Ciudad Sueño. Tu beldad perdurará durante los siglos para mi deleite personal. Pasarás toda la eternidad compartiéndola conmigo y mientras… disfrutaré del reflejo de tu alma inmortal.

»Aunque tu futuro reinado hubiese sido en el plano material, el nombre de tu feudo avocaba a la unión de ambos. Tu Ciudad Sueño con mi Reino Astral. Y yo, por fin, viviré aquí feliz en tu compañía, que hará que las horas no se mantengan muertas y tediosas, sino que la misma vida se transporte a este Palacio de Cristal. Visitaremos juntos los rincones mágicos de este plano, descubriremos juntos las maravillas de la creación, sus misterios, sus esperanzas, sus inventos...

El alma de la princesa parecía encontrarse sumida en un profundo sueño y no escuchó el melancólico discurso, pero Filiberto sí, y sabía qué debía hacer: quebrar el Espejo de Almas para liberarla. La cuestión era cómo hacerlo…

Se escabulló sigilosamente por detrás del trono mientras Imegpeius continuaba con su letanía de elogios hacia ella, narrando todo sobre su existencia solitaria y melancólica. Sentía una creciente lástima por el Señor del Sueño, ¡pero el secuestro de Emperatriz era algo que no podía consentir!

—Te llevaré hasta las Cascadas de Plata donde beben los unicornios, pasearemos cogidos de la mano por losJardines de las Ninfas del Bosque de las Lágrimas, y también recorreremos los Robledales de las Dríadas del Bosque Encantado, comeremos frutos y bayas silvestres tan dulces como tus claros ojos...

Tan ensimismado se encontraba que Filiberto pudo llegar sin problemas frente al espejo, y vio el rostro de su amada, su esencia, enjaulada como un pobre pajarillo por un niño cruel. Posó su mano en la superficie para intentar llegar a ella, hacerla saber que allí estaba él para salvarla, pero un frío intenso hizo temblar su brazo, y percibió con total seguridad el ansia del espejo por poseer su alma. Forcejeó duramente para que su palma perdiese el contacto, ¡puesto que estaba absorbiéndola en su interior!

Se dobló en el suelo muy cansado, el esfuerzo lo había debilitado bastante, pero no pensó en ello, sino en que tenía que encontrar algo con lo que golpearlo. ¿Pero qué? ¿Se atrevería a conjurar otra lanza de energía y desvelar así su presencia? ¿Sería capaz de liberarla antes de ser atacado por el Señor del Sueño?

La angustia por el destino de su princesa fue mayor que el miedo, y comenzó a mascullar las palabras de poder y a realizar los complicados movimientos de manos. La energía mágica comenzó a fluir hacia él, como un faro proyecta su luz hacia la oscura noche, e Imegpeius el Señor del Sueño, detectó al intruso inmediatamente. Levantándose furioso de su trono y gritando tan alto que resonó por todo el Palacio de Cristal.
—¿Quién osa entrar en mis dominios? ¡Quienquiera que seáis habéis firmado vuestra sentencia de muerte!

Filiberto consiguió conjurar su ardiente lanza añil justo cuando varios de los guardianes lo tenían rodeado. Haciendo un giro de ciento ochenta grados lanzó el asta, que voló firme hasta quebrar el Espejo de Almas con un estallido de cortantes cristales. El grito de furia de Imegpeius resonó con un potente eco por todo el lugar, derribándolo en el suelo mientras cubría con fuerzas sus oídos.

—Has tenido la osadía de robarme mi trofeo, pero tu glorioso intento será lo único que consigas. Pues ahora robaré tu vida y tu alma… 
La rabia escupía cada una de las palabras pronunciadas por el Señor del Sueño y Filiberto comprendió que no podía huir de allí, que la cantidad de armaduras que lo rodeaban le impedían el paso. Imegpeius, soberano delReino Astral, lanzó un poderoso chorro de energía que hizo estallar en mil pedazos el alma del hechicero, arrojándolo al olvido…
Fue entonces cuando la princesa Emperatriz despertó de golpe y se encontró con su madre sentada a su lado en la cama. Los monarcas, al ver recostarse a su hija, corrieron a abrazarla. Emperatriz, aturdida aún y sorprendida por la angustia que parecían soportar sus progenitores, les devolvió el abrazo amoroso puesto que no hacían más que llorar y dar gracias de que todo hubiese salido bien. Y sin saber qué estaba ocurriendo buscó por la habitación a su esposo. Pero no fue capaz de encontrarlo, y el miedo se apoderó de su corazón...

—¿Dónde está Filiberto?

Los monarcas se miraron sorprendidos. Si Filiberto había partido para buscarla y ahora ella no sabía nada de él…

—¿No ha regresado contigo? Fue a buscarte. —Respondió su padre.

—¿A buscarme?

Los monarcas se miraron, aliviados de tener a su hija de vuelta, pero ensombrecidos por el aciago destino de su yerno. Con suma delicadeza, su padre le dio una rápida explicación de lo sucedido. Ella se estremeció y corrió hacia la torre de magia llena de angustia y temor, buscando a Filiberto. Al llegar lo único que encontró fue el cuerpo del amor de su vida en el suelo. Un vacío se apoderó de su alma, una sensación de pérdida, de miedo, de angustia… El pavor de perder de forma abrupta aquello que tanto le costó encontrar, lo más maravilloso y querido tras tanto tiempo para perderlo, ¿sin tiempo a meditar, sin tiempo a pensar, sin apenas disfrutarlo? ¡No era justo!

Lo abrazó con ternura, lo besó suavemente y comenzó a llorar…

—Filiberto, cariño, ¡despierta!

Aunque su carne estaba fría y rígida, su mente no se resignaba a perderlo. ¡Lo necesitaba tanto!, que se veía incapaz de dejarlo marchar... Emperatriz lloró, dio rienda suelta a su dolor y maldijo en voz alta al destino, a los dioses y al mismísimo Señor del Sueño. Las lágrimas se deslizaban hasta el rostro de su amado, mojándolo mientras lo abrazaba con más fuerza si cabe, tan solo para tenerlo cerca. Acarició los rubios cabellos de su esposo mientras le susurraba cálidas palabras de amor eterno. Emperatriz se secó las lágrimas y le besó de nuevo.
—Hasta pronto amor mío… —susurró— y fue entonces cuando un destello iluminó el espejo y vio cómo salía de él su mascota dragón, rodeado por un haz de energía púrpura que serpenteaba en el aire, avanzando lentamente hasta que se introdujo dentro de la boca Filiberto.  Y entonces despertó, abrió los ojos y sonrió a su amada haciendo que la risa se mezclara con las lágrimas mientras la abrazaba con ternura.

—Cuando llegué a ti y rompí el espejo pensé que era el fin. ¡Y lo hubiese sido si tu dragón no me hubiese sacado de allí! Conseguimos librarnos de la muerte de forma milagrosa. ¡Por los dioses! Pensé que te había perdido para siempre. —Y Filiberto lloró, abrazado a su esposa, sintiendo la calidez de su cuerpo y su ternura.

—Andábamos perdidos. ¡No sabíamos cómo regresar! Hasta que vimos un fulgor resplandeciente y decidimos seguirlo sin saber qué era. ¡Ahora lo sé! ¡Era tu amor! Nos guió de vuelta iluminando el camino como un faro... Fuiste tú, amor, la que nos rescató. Me rescataste.

Su dragoncito frotó su pequeño hocico en la mejilla de la princesa y se desvaneció lentamente emitiendo gorjeos de felicidad.

—Y no temas querida. Nunca jamás volverás a ser víctima del Señor del Sueño. Palabra de hechicero. —Dijo mientras dibujaba un aspa en su corazón con el dedo anular y secaba las lágrimas de su amada con el dedo pulgar.

La princesa rió alegre, puesto que sabía que jamás le ocurriría nada malo estando junto a su esposo Filiberto «El Sabio».

Ambos se fundieron en un abrazo y se besaron con pasión, felices del reencuentro y con toda una maravillosa vida por delante cargada de sueñosesperanza y amor

José Jorquera Blanco

Publicado originalmente en NGC Ficción:

domingo, 23 de octubre de 2011

LADRONES DE PIEDRAS


Era una mañana soleada…, que tontería estaba nublada y llovía a cántaros. Salíamos a pasear, por primera vez, mi amiga Pilar Boitone y yo. Lo de Boitone no era un mote porque estuviera locamente enamorada de la pasta Italiana, que también, sino porque su abuelo paterno era originario de la región italiana de la Toscana.
-¿Qué tal va el Curso Como nace un Libro?- preguntó la buena de Pilar
-Acabo de terminar Trenes en la Niebla, una novela desconcertante.
Voy a lo que importa. Nos impactó un meteorito en mitad de la carretera de Andalucía. Bueno, en realidad ni nos rozó porque de haberlo hecho, no estaría aquí para contarlo.
-¿Por qué?- volvió a interrogar mi acompañante.
-Se nota el Oficio de escritor, lenguaje claro y conciso. No se anda por las ramas y mantiene la intriga muy bien sin caer en la falsa rima o en lo que yo denomino como Palabros decorativos.
Salimos del vehículo, tras sacarlo de la calzada, y nos dirigimos a un cráter del que salía una humareda verdosa y cuyo olor semejaba al almizcle.
Mientras caminamos, Pilar me contestó que si era buena la Obra, porqué me había parecido desconcertante
Respondí que el final de la Obra no se correspondía con lo esperado por el lector. Se tenía que haber quedado, el protagonista, con Amalia y haber dejado a Mara; además, tendría que haber sido lógico y no haber dado un salto cuántico hacia la Ciencia Ficción.
Cogí del brazo a Pilar ya que parecía bastante ansiosa por contemplar el espectáculo que el cosmos nos había preparado. Le indiqué que podía ser peligroso. ¿Quién sabe las radiaciones que podría estar desprendiendo aquel objeto incandescente?
Solo con su mirada comprendí que podría parecerle un cobarde, sin mácula, e hice de tripas corazón y el apretón del brazo, por donde la tenía amarrada, se convirtió en un tirón de impaciencia al encuentro del misterio, intentando de algún modo, hacerla comprender que podía ser tan valeroso como un Harrison Ford o un Clint Eastwood. Pero lo cierto es que no era más que un Dustin Hoffman o un Woody Allen cualquiera.
Las cosas extrañas suceden también en la realidad, me reprochó Pilar.
Sí, pero la gente no desaparece en agujeros temporales, contesté, eso solo sucede en Star Trek y poco más.
Aquel objeto enorme, que instantes atrás había surcado el espacio sideral, se había convertido en un objeto negro como el carbón de no más de cinco centímetros de grosor. Esperamos a que se enfriara y Pilar hizo ademán de tomarlo con sus manos. Estás loca le dije. Te podrías quemar, como poco, maticé.
Me acerqué al automóvil y tomé unos guantes de mecánico que siempre suelo llevar por si acaso. Tomé el objeto y lo guardé justo cuando empezaron a oírse las sirenas de la policía y los bomberos.
Al final parece que la Vida está llena de sorpresas me apuntó irónicamente Pilar.
Aún lo conservamos en casa. Nos ha dado mucha suerte a pesar de que somos conscientes de que esa apropiación, de nuestra parte estaba muy mal. Ladrones del espacio podrían llamarnos; pero sigue siendo nuestro talismán para una buena relación y que se encuentra perfectamente consolidada. Además, la piedra negra, una vez limpia del hollín mostró una magnífica esmeralda de un tamaño descomunal.
Pilar me dice que la regalemos al museo de Ciencias Naturales de Madrid. Quizá lo hagamos, cuando nos nazca nuestro primer Hijo. No queremos que con el tiempo, la criatura piense que sus padres son unos vulgares ladrones de piedras espaciales.
Aralba

martes, 18 de octubre de 2011

LA LIMPIÁ

Estaba meditando en lo que podría haberle pasado a Morgana, aquella tétrica noche de Jorge Eduardo Benavides. ¿Se trataba de un miedo infundado, la protegería la luz del amanecer al llegar a la azotea o terminaría siendo violada y asesinada?
En esos pormenores me encontraba cuando recibí la llamada desconsolada de mi amiga Paloma. En realidad se trataba de un mensaje pues no había podido contestar el celular que se encontraba cargando.
Creo que Alberto está perdiendo la chaveta, decía. Por favor habla con el…
Tanto Alberto como yo habíamos asistido a diversos talleres de escritura donde, en principio, debían proporcionarnos unas pequeñas nociones y técnicas esenciales con el fin de exponer las ideas impresas sobre el papel, nunca unas cadenas que terminaran encarcelando nuestra imaginación.
Paloma me recibió preocupada. Me hizo pasar al salón y allí estaba Alberto, como de costumbre, escuchando alguna buena pieza de música clásica. En principio no me fijé en varias bolsas que se encontraban detrás de la puerta del salón.
Paloma no podía ni hablar. Sus ojos mostraban el pánico producido por la incomprensión. Dile algo a mi marido, por favor, dile algo…, está destrozando el legado familiar.
Seguramente, en aquel instante, mi expresión no habría sido muy diferente de una mayúscula interrogación.
Alberto me dio la bienvenida, regalándome con una sonrisa, y me ofreció un buen güisqui escocés  que, como de costumbre, no rechacé.

Todo parecía en orden. La biblioteca en perfecto estado de revista. Todo limpio y sin mácula. Enséñale los libros a Javier, dijo Paloma, enséñale los libros repitió con voz temblorosa e insistente.
Se encuentran a tu disposición. Todo tuyo dijo, sin más, señalando la estantería.
Cogí algún que otro libro al azar y cual fue mi sorpresa cuando comprobé que todos y cada uno de aquellos volúmenes se encontraban mutilados, cercenados, deshojados.
¿Qué has hecho Alberto? ¡Dios mío! Has destrozado la biblioteca casi grité, todavía incrédulo de lo que mis ojos contemplaban y mi mente se negaba a aceptar.
¿Cuál es el valor de un libro? Me preguntó, ¿el económico o el literario? Demasiada paja, dijo, giros y metáforas fuera de lugar, ardides seudo intelectuales encubiertos en hipotéticas y falsas segundas lecturas. La verdadera retórica sustituida por sofismas y fuegos de artificio.
¿Has aprendido algo en los talleres de escritura?, dije ya bastante malhumorado por lo que estaba contemplando. No había un solo libro sano y algunos de los volúmenes tan solo conservaban las tapas o su encuadernación.
Javier, me dijo, tú sabes bien que no merece la pena escribir si no se tiene nada que contar. La escritura es un medio de expresión para compartir ideas con el lector, no se trata de un arte en sí mismo que pudiera ser completado con bellas frases o palabras rebuscadas y barrocas como si de un dibujo o pintura se tratase.
Hay que observar en el fondo. Siempre hay algo que descubrir en las posibles y diversas interpretaciones de una Obra, protesté.
Pensamiento infantil, Javier mi amigo ¿todavía crees en esas cosas? ¿No leíste de pequeño el Traje del Emperador? Los críticos están comprados, de algún modo, por las editoriales. Los lectores creen ver sabiduría que no comprenden donde solo existe marrullería. Unos tienen que comer y otros tienen fe ciega en quienes creen superiores a ellos.
Entonces le recriminé ¿Porqué sigues manteniendo los volúmenes y no los has destruido o quemado por completo?
Como buen gallego me contestó con otra pregunta. ¿Cuánto tiempo hace que no pasas por unos grandes almacenes? ¿No te has parado a pensar que es posible que existan más escritores que lectores…? Sonrió sabiendo que se trataba de una alocución falaz.
Esa macabra sonrisa me mostró, a todas luces, que la locura podía haber anidado en la mente de Alberto.
¿Qué nos han enseñado unos aprendices de escritores, en unos pretendidos talleres donde se producen tormentas de ideas en su propio provecho?, porque no se trata de grandes hombres con la experiencia que da la ancianidad y curtidos en dichos menesteres, sino de jóvenes licenciados que de algo tienen que vivir. Nos han enseñado a escribir y escribir hasta convertir una simple idea en un pequeño cuento de unas pocas páginas, ese cuento en una novela más extensa y esta en voluminosos best séller garrapateados con la suficiente técnica para mantener la necesaria intriga hasta el final. No hay nada más. Créeme Javier que no hay nada más.
Eché un breve vistazo a varios de los libros que se encontraban ubicados en la biblioteca de mi amigo y comprobé como algo de razón no le faltaba.
Algunos libros mantenían dos o tres páginas donde deberían encontrarse cientos más. Leí y comprendí que se trataba de frases y párrafos cargados de gran sabiduría. Otros libros mantenían la mitad de sus páginas lo que demostraba que Alberto había leído, en varias ocasiones, aquella literatura para, al final del proceso, mantener lo esencial.
Pero había algo que no podía entender y así lo hice saber al hacedor de tal galimatías ¿Porqué mantienes volúmenes que no tienen ninguna página impresa?
Es evidente, Javier, piensa un poco. Observa con profundidad lo que tienes en tus manos.
Entonces lo entendí con meridiana claridad. La encuadernación era una obra de arte, pero a la comprensión de mi Amigo el resto de la Obra no valía nada.
Pensé un buen rato mientras comprobaba la ardua labor que Alberto había realizado en su gran biblioteca y después, como de costumbre, nos despedimos con un abrazo.
Según marchaba me paró paloma y con la misma preocupación con que me recibiera me volvió a interrogar. Javier ¿Qué te ha parecido Alberto? Me tiene realmente preocupada.
No tengo tiempo Paloma, de veras, en otro momento hablamos. Ahora tengo que regresar a casa y realizar una limpiá.
Por cierto, supongo que ya sabréis lo que contenían las bolsas del salón. Un gordo jugador de dados, una miedosa imprudente, algún majadero que confunde truenos con cañonazos, un chulo arrogante que menosprecia la sabiduría de los mayores y una mujer que piensa que los hombres no dejan de ser muñecos en sus divinas manos.

Aralba

martes, 4 de octubre de 2011

¿Dónde moran los antiguos dioses? (José Jorquera Blanco)



La nieve y la lluvia azotaban la maltrecha y desvencijada casa. El invierno estaba siendo frío en extremo y la repentina tormenta, surgida de la nada, golpeaba el antiguo caserón montañés con vehemencia. En su interior una vieja chimenea crepitaba con el sonido de la resina seca de los troncos arrojados al fuego. El calor templaba los huesos cansados del único habitante de la vivienda en la pequeña sala de estudios que permanecía iluminada. Pero hoy no se encontraba solo.

—¿Todavía leyendo abuelo? Sabe que es tarde y el médico le ha recomendado que no fuerce su vista.

El abuelo la ignoró enfrascado en su lectura.

—Tenga —dijo ofreciéndole un tazón de caldo caliente— al menos tómeselo. Le hará entrar en calor.

A pesar de las cálidas palabras de su sobrina, éstas no hicieron mella en él que continuaba enfrascado en su lectura.

Con un rápido movimiento ella cerró el libro, bastante gastado y con ese peculiar aroma que tienen los libros antiguos, y le obligó a beberse el caldo para después acompañarlo hasta su dormitorio.

—No sé por qué no quieres instalar la calefacción, sabes de sobra que nosotros nos encargaremos de pagarla.

—Estoy ya muy mayor para obras, además sabes que prefiero el calor de la chimenea. —contestó con su mirada cansada y lacrimosa.

—Como quieras... vendré la semana que viene a ver si necesitas algo. Arrópate bien y no cojas frío. Sabes que como empeores te llevaremos a nuestro piso. Papá y mamá están preocupados por ti. Como sigas haciendo tonterías te llevaremos allí enseguida.

—¿Es pedir tanto dejar a un anciano acabar los últimos días de su vida en su casa en paz y tranquilidad?

—¡No digas eso! Estoy cansada de oírte decir lo mismo. ¡Por mí puedes irte al infierno!

Salió de la habitación rápidamente dando un enorme portazo que resonó por todas las paredes de piedra.

—Al fin sólo...

Respiró calmadamente en la oscuridad, intentando distinguir algo en ella, pero resultó en vano. Una pequeña sensación de alegría iluminó su rostro mientras evocaba recuerdos de infancia. Sus canicas, sus chapas y la interminable lista de libros que devoró, aquellas tardes maravillosas descubriendo misteriosas islas, tesoros escondidos, dioses olímpicos, guerras interminables.

¡Oh! lo que daría este pobre anciano por beber otra vez de los vinos servidos por los sátiros de Baco, la danza interminable de mujeres exóticas bailando cubiertas de velos insinuantes y vaporosos. Esos pensamientos le hicieron sonrojarse un poco, más por el recuerdo que por la vergüenza.

—Felicidad —pensó el anciano acurrucándose en la cama caliente mientras el cansancio y la edad lo hicieron quedarse profundamente dormido.

Sus sueños difusos y oscuros empezaron a adquirir otro cariz. Atrás quedaban sus interminables pesadillas que le dejaban desvalido y enfermo y oleadas de color dispararon sus recuerdos mientras caminaba, no, más bien ¿flotaba? por los edificios de mármol del Olimpo.

Contemplaba a Hefesto en su fragua trabajando el metal, como si fuese mantequilla en sus manos, con una pericia envidiable. Más adelante surgiendo del agua la diosa Tetis, la de pies argénteos, caminando por encima de las olas. Avanzó hacia el edifico central del Olimpo mientras los dioses y diosas ignoraban su presencia.

En un trono de mármol y oro permanecía, sedente, Zeus. Lanzando sus rayos con furia y apatía hacia lo que parecía un muro invisible que rodeaba todo el Olimpo. Maravillado, el anciano permaneció en silencio.

—Esposo mío, no te irrites. O acabarás golpeando a alguno de tus bien amados hijos.

El rostro de Zeus se relajó.

—Cómo siempre, Hera, esposa mía, no puedo negar la verdad de tus palabras. Pero permanecer aquí encerrado... ¡Yo quien una vez fuera el dios más grande del firmamento! Permanecer aquí, eclipsado y encerrado, olvidado por todos...

—Así nos sentimos todos, olvidados, perdidos en el tiempo, sin nadie que nos escuche, que nos adore o a quien proteger...

—Sin nadie con quien jugar... ¿No es así Padre?

Los dos ancianos dioses se giraron, las palabras de Atenea habían disparado su curiosidad y la del anciano que escuchaba.

—Los mortales son caprichosos, les dimos regalos, pero siempre querían más. Mirad lo que ocurrió con nuestros tesoros, nuestros templos, toda nuestra sabiduría. Perdida, quemada o destruida por los mismos a quienes se la entregamos. Y aún así permanecimos impasibles, dejándoles, abandonándolos a su suerte. ¿Esperas acaso que nos recuerden o incluso adoren? Creo que ellos mismos nos encerraron aquí. Fue su manera de repudiarnos.

—Pudiera ser Atenea, pudiera ser... pero yo pienso más en otros dioses. ¡Ellos!, estoy seguro... son los responsables.

—Tal vez los nuevos dioses tuvieran algo que ver. No lo discuto, pero permanecen tan ocultos... Si supiéramos al menos dónde están podríamos combatirlos como hiciéramos antaño.

—Pero nunca han mostrado su cara esposa mía. Y me temo que es una batalla que perdimos hace tiempo.

—Y este el precio que debemos pagar, ¿no Padre?

Fascinado, expectativo, anhelante de la respuesta no pudo más que maldecir en voz alta mientras continuaba ascendiendo hacia quien sabe dónde.

El paisaje cambió y dio paso a montañas frías y escarpadas, chozas construidas en madera ardían, las casas permanecían derruidas. En la distancia un ligero resplandor multicolor despertó su atención, dos guerreros enormes combatían en los campos sembrados de muerte. Dos impresionantes ejércitos se disputaban las tierras con ferocidad, sin preocuparse de la destrucción a su paso, que tan palpable era que hacía preguntarse el objetivo de tamaña disputa.

Entonces un retumbar en el cielo, como de cascos de caballos, anunció la llegada de las doncellas guerreras que cabalgaban por los cielos, prestas para unirse al combate. Las Valquirias.

En la lejanía distinguió una ciudad, casi destruida, donde combatía una gigantesca serpiente, el único acceso a Midgar, el puente del arco iris, permanecía roto suspendido en el aire, y ahora, por fin, fue capaz de distinguir a los dioses allí reunidos.

Odin, Thor, Frigga... incontables guerreros luchando contra la muerte segura del Ragnarok.

La contienda, que probablemente se disputase desde eones, empezó a tornarse desesperada para los guerreros de la Ciudad Dorada. En aquel momento, ¡algo inaudito!, Odin golpeó con furia a la gigantesca serpiente, asestándola un golpe mortal.

Pero el resultado fue una victoria pírrica, los pocos dioses supervivientes se retiraron a las antiguas montañas de los Aesir para yacer por toda la eternidad.

Muspelsheim se fusionó con el reino de Niffleheim y las tierras de Asgard y sus reinos quedaron enterradas y destruidas salvo en el recuerdo de los mortales.

La compasión llenó el corazón del anciano.

—¿Por qué luchar cuando todo estaba perdido?

Con esa duda royéndole la cabeza viajó en la lejanía hasta donde el sol abrasa a los hombres y antiguas civilizaciones descansan en el polvo de los desiertos.

En las ruinas de los magníficos templos permanecían inermes estatuas de los dioses del antiguo Egipto, algunas de ellas con cabezas de aves u otro tipo de rasgos hieráticos.

A pesar del peso de los siglos, aún mantenían su lustre y esplendor. Los relieves y jeroglíficos permanecían casi intactos y el polvo era una fina capa muy parecida a una película protectora.

Una exploración más detallada de las mismas indicaban la exactitud de las facciones y fisionomías. ¡Tan reales! Que el anciano dudó por un instante si era real lo que veía o una mera ilusión de su mente febril. La duda quedó disipada hasta que las tocó y, por un instante, la figura pareció reaccionar a contacto. Tan sutil y leve que el anciano se sorprendió.

—¡Habría jurado por un instante que la estatua estaba cálida como mi mano! —pensó entre nervioso y entusiasmado.

Pero descartó la idea en seguida achacándola a la vejez y a la medicación.

¿Qué ha sido pues de los poderosos dioses del antiguo Egipto?

Ahora no son más que estatuas olvidadas en los rincones, vacías por dentro, sólo cascarones inermes de lo que antiguamente fueran los dioses protectores de Egipto. Encerrados, olvidados en sus formas de piedra, siendo incapaces de recordar quién o qué eran. Y aún siendo capaces de recordar... sólo les quedaría el tormento de los días perdidos en la lucha contra un Dios cruel que azotó a su pueblo con la plaga, haciendo sufrir a sus preciados hijos.

De la rabia y la impotencia de Horus; del sufrimiento de Isis y Osiris debido a la brutalidad sometida al pueblo de Egipto por estos nuevos dioses, crueles y vengativos.

Del encadenamiento de Athor por los hombres, condenándola a la desolación y la tristeza, mayor si cabe, ante la muerte de su esposo frente el dios de los esclavos.

Seth, Toth, Min, Satet destruidos por una vil traición. Tantas tristes historias despiadadas de las cuales, los pocos supervivientes yacen encerrados en formas de piedra sin el menor recuerdo de su ser.

La misericordia y piedad del anciano crecía cada vez que tocaba las estatuas y recibía los sueños y las visiones de los sucesos acaecidos a estos aciagos dioses.

Sin tiempo para lamentaciones se vio arrastrado hacia nuevas latitudes a tal velocidad que su inexistente cuerpo fue incapaz de soportarlo hasta que por un lapso de tiempo, indefinido y agradecido, quedo inconsciente.

El sonido dulce de los pájaros lo despertó suavemente, y una extraña calidez baño su cansado cuerpo mientras contemplaba lo que antaño algunos hombres se aventuraron a llamar el Edén.

Árboles inmensos cubiertos de plantas y flores, de tal belleza, que arrancarían sonrisas en las almas de los más pérfidos y despiadados seres. Pájaros portando los cantos de los dioses en sus trinos y gorjeos, animales de portentosa belleza habitando en la inmensidad de una selva agotada.

Un sonido muy débil parecía provenir de muchos sitios y a la vez de ninguna parte. El anciano con gran esfuerzo se forzó a escuchar y a medida que escuchaba le parecía que el viento susurrara palabras en una lengua ya olvidada, que la misma tierra dormía profundamente esperando a ser despertada. La fina lluvia que caía incesantemente parecía cantar una nana, o al menos eso fue lo que le pareció.

Una voz resonó en su cabeza, o quizás la escuchó en su delirio, pero la voz se hizo más fuerte.

—¿Quién osa despertar a los dioses en su sueño?

—Yo no pretendía despertar a nadie, señor —contestó el anciano en voz alta si estar seguro de estar hablando con alguien o simplemente consigo mismo.

—Ahora los dioses han de reposar pues así está escrito. Marcha pues y déjanos en nuestra desdicha.

El anciano, ahora más seguro de escuchar la voz, preguntó.

—¿De dónde provienen las voces que escucho?

—Antiguamente pediríamos tu sangre por semejante atrevimiento, pero la hora de que sintáis nuestra ira aún no ha llegado. Contestaré a tu pregunta porque en nada influirá en el destino. —La voz que antes era áspera se tornó más melancólica.

—Hace tanto que ocurrió, que es difícil recordar. Barcos gigantescos como nunca se habían visto llegaron portando seres que escapaban de nuestra influencia y poder. Aniquilaron a todo el que se interpuso en su camino, algunos de los nuestros guiados por Huitzilopochtli combatieron, pero la furia de los extranjeros y por el apoyo de un dios despiadado nuestros hijos nos abandonaron.

La voz se tomó una pausa larga, el anciano temió que no continuara, mientras los extraños sonidos llegaban hasta sus oídos.

—Así pues lo que escuchas son los sonidos de los míos, encerrados o dormidos, esperando que alguno de nuestros hijos escuche nuestra llamada. Quetzacóalt susurrando en el viento, Teteu Innan durmiendo en la tierra, Chalchiuhtliicue en el agua y Xiuhtecuhtli en el fuego.

—¿Y por qué tú permaneces despierto?

—Como guardián del destino debo observar su descanso hasta que Macuilxóchitl Xochipilli haga despertar el recuerdo a través de las historias que se esfuerza en hacer perdurar, ¡y los antiguos dioses volvamos a resurgir! Ahora parte para no apresurar lo que aún está por llegar...

El anciano atravesó la selva con el recuerdo de la voz en su cabeza que le impelía a avanzar cada vez más rápido.

La sensación le recordó a una persecución invisible de un implacable depredador a punto de lanzarse sobre su presa, hambriento y al acecho.

Según empezaba a salir de la selva multicolor toda su percepción se emborronó, y las cosas que antes le resultaban grandes se tornaban más pequeñas. Su cuerpo se expandió como si solamente estuviese compuesto por aire alcanzando el cosmos y ante la inmensidad de la visión del universo, arropándolo como una capa negra destellante, observó la tierra.

Una mujer decrépita halló en su lugar, acurrucada y encogida en posición fetal mientras minúsculos virus la taladraban y corrompían. Avanzaban lentamente por todo su cuerpo como gusanos que comen la carne una vez muerta. Miles y miles de termitas luchando por robarla su mejor trozo y trasladándola al borde de la muerte. Ella lucha, gime, llora, intenta moverse... Pero el virus estaba extendido por todo su cuerpo como un cáncer, y aunque conseguía librarse de algunas pequeñas picaduras, otras más surgían una vez eliminadas las otras.

Así esta diosa llamada por algunos naturaleza, por otros Gaia, Gea... estaba abocada a su destrucción lenta y dolorosamente.

Su cuerpo comenzó a retraerse y el anciano sucumbió ante tal shock. Su mente y la realidad comenzaban a dar vueltas en una espiral mientras se vaciaba de recuerdos, historias, ideas...

A la mañana siguiente el anciano se encuentra dormido en su cama en un sueño del que nunca más regresará. Su cuerpo ha sido sustraído para reposar por siempre en el cuerpo de una mujer destrozada por sus hijos.

Atrás deja el dolor y los sufrimientos, los pesares pero también la alegría. Recueros, fotos, experiencias, algunas ya olvidadas, libros... Muchos libros en su biblioteca que quedarán inútiles en las estanterías.

¿Dónde moran los antiguos dioses?

En las fantasías de los soñadores, en la locura de las personas, o tal vez en el fanatismo humano. Quizás en el simple miedo a la muerte.

Ésta es sólo una de las historias que quedaron perdidas en la mente de un anciano, una simple mancha de tinta en una hoja de papel. Pues es bien conocida la capacidad del hombre para interpretar las cosas más simples y retorcerlas en miles de espirales insulsas y sinuosas.

Los antiguos dioses permanecen dormidos o despiertos, pero siempre en la memoria de aquellos paganos que supieron protegerlos y esconderlos. Encerrados y olvidados escuchan lo que les susurran los siglos. Ahora, quizás, más angustiados tras la muerte de su único profeta, el único que entregó su vida por y para ellos hasta que lo condujeron a su irrevocable final.

Pero no sintáis pena por él, si hemos de creer las tradiciones, ¡se encontrará disfrutando de paraísos mil! Indagando y resolviendo las preguntas que quedaron sin respuesta tras sus descubrimientos y su furtiva vigilancia.

José Jorquera Blanco

Publicado, con anterioridad, en NGC: